que a mayor altura las personas eran más oscuras, más sucias. Seguí
pisando con miedo los escalones, supuse que aquello contaría como
un ejercicio de pilates. Paralelos a las escaleras se veían los canales
de agua de lluvia, que no eran más que trozos dispersos de cemento.
Entre los escalones había pequeños brotes de monte sin cortar. Las
escaleras no tenían pasamanos, o solo en algunos tramos que parecían
mejor cuidados que otros. Había ranchos con techos de cinc, otros con
techos de madera, otros con techos de lona. A los lados de algunos de
los ranchos colgaban matas de fruta o legumbre. Gatos subidos a los
muros, perros que los miraban fijamente, gruñendo desde abajo. Un
chamo mugriento con una franela de Bob Abreu salió corriendo y se
me plantó delante. Me dijo riéndose ¿tú eres de aquí del Carpintero?
Mujeres bajaban las escaleras con tobos de agua, ropa tendida por todas
partes, niños jugando béisbol con chapita y palo de escoba. Imagen
idealizada de la pobreza: barrio bonito. El malandro entrañable seguía
delante de mí, cantando una cumbia sobre la mujer que lo dejó, lo
despechado que se sentía y el aguardiente que se iba a tomar, carajo.
Podía ver la pistola marcada en la parte de atrás de sus pantalones.
Miré hacia abajo, no vi Baloa. Solo una maraña de anaranjado, gris,
verde. Me estaba empezando a poner nerviosa cuando el malandro
entrañable se volteó. Allá arriba mamita, me dijo otra vez. Me señaló el
rancho más recóndito del solar más apartado de la altura más elevada
del sector más asqueroso del barrio más paupérrimo de la ciudad más
corrupta de América Latina. No me gustó ese lugar, no se parecía a
Miami. Donde las calles son limpias y los policías simpáticos y la gente
recicla y los presidentes luchan contra el terrorismo. El jíbaro abrió
la puerta oxidada, pasamos. No había más nadie en la casa. Se sacó
la bolsita del bolsillo, me la puso en la mano, me agarró por el pelo,
me tiró al suelo, se bajó los pantalones y me dijo chupa, mamita. Ante
mí el pipí más morado que había visto en mi vida y yo no hago esa
vaina y empecé a gritar y a gritar. Me levanté de un brinco, empujé al
jíbaro, salí corriendo escaleras abajo. Escuché disparos detrás de mí.
Vi delante a un hombre con una bolsa de plátanos que cayó de bruces.
Un tiro en la barriga, un grito de dolor y estaba muerto. Esa bala era
para mí. Ni modo.
Lo bueno es que al final la bolsa me salió gratis.
Cuento perteneciente al libro Barrio bonito (Caracas, 2015, Editorial
Dahbar)
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