sus coordenadas espaciales. Con humildad, admitimos que sería una
nación de reducido tamaño, muy similar a esos principados que re-
pliegan sus fronteras dentro de países más grandes o como esos terri-
torios que se desmiembran de otros tras una sangrienta declaración
de independencia y quedan alojados como una especie de hígado
autosuficiente y desligado del resto de las funciones corporales. Sin
embargo, con más precisión, en nuestro caso seríamos una suerte de
nación clandestina, una patria encajada dentro de otra, como una
célula ajena y silente dentro del cuerpo, que tal vez se expandiría o
tal vez se mantendría quieta dentro de sus breves y originarias dimen-
siones.
En nuestra por ahora pequeña nación de 90 metros cuadra-
dos y tres de alto “que eran las dimensiones del apartamento de Al-
berto donde todos convivíamos alquilados” tendríamos un poderío
pequeño pero manejable.
La primera acción fue determinar el nombre que le daríamos
a nuestra patria. Tras insensatos juegos de palabras sucumbimos en
un principio a la fatua determinación de darle una denominación
numérica, quizá con una que otra letra mezclada en el intervalo de
caracteres ordinales.
En medio de un debate infructuoso, Alberto insistió en la ne-
cesidad de mentar a nuestro territorio con el nombre de una persona,
un prócer, un héroe. Pese a que Alberto esbozó la idea de que ese
héroe fuera alguno de nosotros mismos en calidad de padres funda-
dores, la mayoría coincidimos en que eso hubiese sido empezar con
el pie izquierdo. Nos considerábamos más bien mentes planificadoras,
estrategas corporativos. Todos, menos Alberto, estuvimos de acuerdo
con esta reflexión, tras lo cual decidimos que nuestra nación nacería
con un nombre que nada representara o al menos que no nos vincu-
lara directamente.
Un par de horas más tarde, Marisela se topó con un disco
que fue propiedad del papá de Alberto. Olvidado en una gaveta de
amarillentos documentos contractuales, lo vislumbramos como una
señal que al menos ameritaba una evaluación. En la portada se leía
Michael Fennelly; un músico desconocido para todos. Por decisión
unánime aprobamos el nombre y acordamos que no escucharíamos
bajo ninguna circunstancia la música contenida en ese acetato y que
tampoco revelaríamos a extraños el origen de nuestra denominación
para que la partitura fundadora perviviera en un enigma idílico y que
sus acordes ignotos no influenciaran de ningún modo las bases éticas
o estéticas de nuestra naciente República. Andreína, siempre bella,
siempre fresca, siempre aforística dijo que Fénnelly, en todo caso, sig-
nifica el azar que nos busca y que eso nada quiere decir.
En fin, la palabra Fénnelly nos pareció encajar a la perfección
para el nombre de una nación clandestina, precisamente porque esa
palabra no remitía a un país sino a una tienda de lencería con precios
de oferta.
Ya con un nombre, nos aplicamos a lo que sería el diseño de
Fénnelly. Desde siempre nos había cautivado la cartografía cuadricu-
lada de muchos países, y ahora estábamos felizmente condenados
a establecer los límites de Fénnelly bajo la cuadrícula que imponía el
apartamento de Alberto. Libres de realizar los trazos que nos vinieran
en gana, se habló incluso de una patria de perfecta forma circular,
pero advertimos que ello signific