Como todo acontecimiento histórico y sin llegar a convertirse en un mito, este tiene dos
versiones, los que estuvieron a favor y los que
estuvieron en contra, cada uno de ellos con sus
representantes, que en la mayoría de los casos
fueron los que registraron los acontecimientos,
cuando los testigos de la misma ya no estuvieron para corroborarlos o negarlos.
Así, como los libros de historia que muchos
estudiaron en el colegio, narran el legado de
la denominada Revolución Alfarista y cuáles
fueron las obras más emblemáticas que dejó el
General Eloy Alfaro a las futuras generaciones
del Ecuador, también hay historiadores y periodistas de la época, que muestran una faceta del
Viejo Luchador, que dista mucho de la figura
mítica y heroica que la mayoría de ecuatorianos conocemos, y, como ejemplo citamos dos casos.
Manuel J. Calle (1866-1918),
cuencano, periodista, político
e historiador; en algún momento fue co-ideario liberal
pero por su complicada personalidad e insidiosa forma
de escribir (según Rodolfo
Pérez Pimentel en su página
“Diccionario Biográfico Ecuador”), se declara anti Alfarista
y publica el libro de su autoría
“Hombres de la Revuelta” bajo
el seudónimo Enrique de Rastignac, en donde
caricaturiza y sataniza a varios actores políticos del gobierno de la época, entre ellos al General Alfaro:
“Alfaro todo lo atropellaba, congresos, concejos
municipales, instituciones e individuos: convertía el presidio en habitación de sus adversarios
y malquerientes: la verdad andaba prófuga y la
voz ahogada de los conservadores estallaba en
descargas de fusilería. ¡Qué tiempos aquellos!
No parecía sino que la libertad política se la habían conquistado para sí cuatro ambiciosos sobre la ruina de las libertades públicas… se deportaba liberales y conservadores a las playas
centro-americanas, el presidio estaba lleno y un
soplo de horror trágico pasaba por la frente de
los ecuatorianos… Es Vivar que cae de bruces
en las puertas del cementerio de San Diego; es
Guillén que implora compasión en el patio de
la Intendencia de Cuenca; es Tello, que triste y
desesperadamente proclama su inocencia en el
Malecón de Guayaquil; es el P. Emilio Moscoso,
que rueda herido por la bala asesina a los pies
del crucifijo en el colegio de los jesuitas de Riobamba; es el pobre clérigo Eudoro Maldonado,
que se revuelca en estancia solitaria moribundo
y congojoso; son los que murieron de nostalgia
y hambre en las playas centro-americanas; los
que hallaron su tumba en la costa ecuatoriana,
víctimas de la fiebre amarilla; los vapuleados
de Cuenca, los desorejados de Tulcán, los torturados de Quito, los asesinados en Guangoloma… Perdón, pobres sombras” (Manuel J Calle,
Hombres de la Revuelta.1906)
No podemos dar por sentado
que lo que expone Manuel J
Calle, en su libro sea el contexto de lo que ocurrió, tomando
en cuenta que según relatan
biógrafos de Calle, escribía
cargado de rencor producto
de problemas psicológicos que
lo atormentaban y lo que fue
considerado en su momento
como la obra con la cual se
inició la prosa periodística
del siglo XX en el Ecuador, lo
convirtió en una salida a sus
demonios personales.
Muchos intelectuales de la época, evocaban los
triunfos de la revolución liberal, como el inicio
de un período en el cual tendrían participación
muchos sectores populares, un proceso que
empezaba con el nuevo siglo y tenía como objetivo la creación de un Estado Laico, sin el estigma de la autoridad de origen celestial, es así
que posterior a la muerte del General Alfaro,
el escritor colombiano José María Vargas Vila,
(1860-1933) publica , La Muerte del Cóndor,
en donde analiza y cuenta en una crónica histórica los hechos que marcaron la vida política
y social en el Ecuador de inicios del siglo XX,
retratando la figura de Alfaro como la de un
heroico, militar e idealista.
Cito uno de sus párrafos:
“Cuando esos pueblos, cercanos al trópico, sa-
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