Cactus
H
A
R
M
(
O
N
I
C
S
)
YAHVÉ M. DE LA CAVADA
Por qué ya no opino en redes sociales
PARA EMPEZAR, PORQUE SOIS TODOS GILIPOLLAS.
Leo las cosas que escribís y pienso: madre mía, qué
gilipollas. Y sé que cuando yo he escrito respuestas,
comentarios, opiniones, valoraciones, qué sé yo, he
sido, en muchas ocasiones, otro puto gilipollas. No
me cabe duda. Las redes hacen esto, lo creas o no.
Incluso en el momento en que más lúcido y elocuente
te sientes, ese momento en el que escribes esto o
aquello de forma ingeniosa y ocurrente, sabiendo
que vas a generar empatía, colegueo, complicidad
virtual, aprobación, sí, joder, esa deliciosa y adictiva
aprobación por parte de tantos de esos gilipollas
que pueblan tus listas de amigos y followers, incluso
en esas veces en las que te sientes tan bien por el
feedback recibido, el zasca propinado o el simple
hecho de verter eso que llamas opinión en las retinas
de quienes leen lo que escribes, todas esas veces, es
probable que estés siendo un completo gilipollas.
Seguro que lo has pensado más de una vez de
tus contactos: ¿cómo es posible que esa persona
que conoces, siempre tan agradable cara a cara,
incluso divertida, sea tan absolutamente gilipollas
cuando escribe en redes? ¿Cómo puede ser que
piense, defienda, apoye o haya escrito una tontería de
semejante calibre? Porque en internet hay dos tipos
de opinión: las que coinciden con lo que tú opinas
(hablo de opinión aquí como si tú, que probablemente
no has generado una opinión propia desde que
decidiste tu sabor de helado favorito, reflexionases
a menudo sobre las imbecilidades que pones en
internet, repitiendo como un papagayo lo que sea
que has leído u oído y te ha parecido suficientemente
convincente como para adoptarlo como propio), y
las que son una puta gilipollez. Todas esas que dan
vergüenza ajena, que dan risa, que dan asco. Os
aseguro que para mí son la mayoría. Y no me excluyo:
gracias a esas monstruosas herramientas de las redes
que muestran tus publicaciones de “tal día como hoy”
hace dos, cinco, siete o diez años, hoy me leo a mí
mismo y pienso: madre mía, qué puto gilipollas.
Si no me equivoco, abrí mi primera cuenta en
Facebook hace diez años. Diez años de mi vida
compartiendo opiniones o pareceres con gente
que, en realidad, y a pesar de las apariencias, no
tenía interés en ello. Compartiendo mis miserables
y tediosas vivencias para entretener, a su vez, las
miserables y tediosas vidas de mis “amigos”. Diez años
compartiendo “noticias”, curiosidades, actividades,
como si alguno de nosotros fuese un emisor o receptor
relevante para alguien más que el puñado de satélites
que vagan por nuestros espacios virtuales. Diez años
también, en mi caso, compartiendo gustos, lecturas y,
sobre todo, música, intentando hacer proselitismo más
allá de los centenares de artículos que he publicado
en medios y que tan pocos lectores encontraron entre
mis seguidores, porque nunca provocaron su interés,
sin que yo pudiese culparles por ello. En estos diez
años he escrito miles de opiniones en redes, siempre
intentando aportar lo que consideraba un meditado
punto de vista. Nunca recibí nada de provecho, nada
de lo que nadie me dijo al respecto, fuese desde
la aprobación o desde la reprobación, me resultó
genuinamente útil.
Así que ya no opino en redes. Después de una
décadas de idas y venidas en diferentes plataformas
he decidido que, para mí, al menos, es una absoluta
pérdida de tiempo. Incluso cuando sé a ciencia
cierta que alguien está diciendo algo equivocado, y
puedo demostrarlo y explicarlo, prefiero callarme.
No gano nada, y a nadie le interesa. Y si les interesa,
pueden informarse mediante fuentes más ilustradas
y completas que yo; las mismas en las que yo me
informé. Sigo escribiendo mi opinión musical —la
única relevante, de serlo— en publicaciones en las que
me pagan por ello porque entienden que mi criterio es
valioso y formado. Pero ya no quiero jugar más. No me
apetece nada. Y es una pena, porque las posibilidades
de comunicación son enormes y las redes podrían
ser muy enriquecedoras para mucha gente, pero hay
demasiado ruido para oír nada, demasiado fango
para encontrar nada de valor, demasiada basura para
poder evitar un entorno insalubre.
Insalubre es la palabra. Por divertido que sea, por
mucho que te enganche y que te haga sentir parte
de “la realidad”, toda esa exposición es, en esencia,
insalubre. Te deforma. Te hace daño. Y es una enorme
pérdida de tiempo, porque no hay sustancia detrás
de todos esos posts, chascarrillos, noticias falsas o
tendenciosas, exabruptos hinchados de convicción
o comentarios ingeniosos. Todo eso está ocupando
gran parte del espacio de tus reflexiones en tu vida,
incluso aunque te consideres un espíritu crítico e
informado que chapotea en el lodazal de las redes
como si el caudaloso torrente de inmundicia no fuese
contigo. Porque, estadísticamente, lo más probable es
que no seas más que otro gilipollas que se informa en
las redes y que, al mismo tiempo, las alimenta con su
frivolidad.
08