Cactus
A
N
O
C
T
O
P
U
S
ALBA CID
Las reliquias del mundo
1. ENCUENTRO UNA ANOTACIÓN hecha en 2016:
“¿Qué cantidad de espacio debemos haber recorrido,
dentro del bosque, para que pueda decirse que ya no
estamos entrando en él, sino saliendo?”
2. Cada primera noche de verano en la aldea,
año tras año, sucede lo mismo: en algún punto, tras
la cena, decido salir un momento. Lo hago sin un
propósito claro, simplemente dar media vuelta a la
casa, adentrarme en una oscuridad total y aguzar los
sentidos, notar cómo la caja de música del exterior
—grillos, chasquidos, motores, un ulular o algún
intercambio de ladridos entre pueblos vecinos—
reverbera dentro. Sé que alzaré la vista y me
sorprenderá, aún más que el moteado harinoso del
firmamento, la tridimensionalidad que aquí se hace
evidente. El fulgor desigual de lo visible, las alturas,
el parpadeo. También sé que, tras unos minutos
y ante el primer ruido cercano, me zozobrarán
los oídos como a los diez años, aguantando la
respiración bajo el agua cuando la profesora de
natación no nos vigilaba.
3. Esa visión de la bóveda celeste me devolvió,
esta vez, el recuerdo de una fotografía de Jean
François Bouchard que descubrí hace poco. Se trata
de una imagen imponente y equilibrada, nocturna; el
horizonte a media altura, un firmamento punteado
de estrellas en la parte superior, un suelo de tierra
debajo, y en medio, una camioneta blanca iluminada
desde el interior, sin los faros puestos. Pero el
verdadero punctum de la fotografía es otro: los
orificios de las balas en la carrocería nos imantan
la mirada, agujeros de balas de distinto calibre que
hacen del vehículo destartalado una continuación
natural de la bóveda celeste. Y de pronto, ya no
observamos un auto abandonado y destinado al
tiro, ya no una diana sino un tamiz, la condición de
posibilidad para constelaciones nuevas.
4. ¿Qué cantidad de ausencia debe soportar
un objeto para que lo consideremos reliquia?, me
pregunto, y a la vez ¿qué cantidad de encantamiento?
Con sigilo, noto ensancharse una especie de claro
en la memoria, y por él pasan, seguidamente, otros
vestigios: una caligrafía desconocida, las plumas
azules de arrendajo que se quedan en el castañar, los
cinco “dedos” que esconden las aletas pectorales de
las ballenas.
5. Realizo una búsqueda rápida y confirmo que
la etimología de “reliquia” es transparente. Que ha
llegado hasta hoy desde una de las formas latinas
para “restos, residuos”, derivada a su vez del verbo
relinquere, “dejar”: aquello que queda atrás, aquello
de lo que nos desprendemos. Curiosamente, el
texto que presentaba la serie de fotografías de
Bouchard hablaba de su atención documental a las
“reliquias” de una actividad recreativa, entendida
como deporte para algunos y como forma de
vida, entreverada con ciertos ideales, para otros.
Reliquias, en este caso, singularmente próximas a
left overs, deshechos.
6. Una mano, una muela, un clavo, un pedacito
de un paño empapado en su día… el lenguaje de las
reliquias cristianas parece otro. También el aceite
de las lámparas que se habían encendido delante
de los mártires contaba. Divisible hasta la última
partícula, reliquia era el mismo polvo de los lugares
de enterramiento.
7. ¿Pero qué retienen las reliquias, qué
encapsulan en silencio? ¿Y cómo calibrar qué puede
llegar a serlo? En 2013, la artista Thåo Nguyên
Phan expuso una extraña piedra en la escuela del
Art Institute of Chicago, iluminada cenitalmente.
Casi una raíz de jengibre en un expositor de cristal,
una roca lunar, un deseo. Colocó una lupa a mano
derecha, por si alguien decidía investigar sus ritmos
de cerca. El objeto, que había volado de Vietnam a
Chicago identificado como una “souvenir rock” en
aduanas, era realmente el cálculo renal de un hombre
al que había conocido. No una raíz ni una formación
terrestre, sino un depósito de dolores pasados, una
reliquia o un sedimento.
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