Revista Cactus Cactus 37 | Page 6

Cactus A N O C T O P U S ALBA CID Las reliquias del mundo 1. ENCUENTRO UNA ANOTACIÓN hecha en 2016: “¿Qué cantidad de espacio debemos haber recorrido, dentro del bosque, para que pueda decirse que ya no estamos entrando en él, sino saliendo?” 2. Cada primera noche de verano en la aldea, año tras año, sucede lo mismo: en algún punto, tras la cena, decido salir un momento. Lo hago sin un propósito claro, simplemente dar media vuelta a la casa, adentrarme en una oscuridad total y aguzar los sentidos, notar cómo la caja de música del exterior —grillos, chasquidos, motores, un ulular o algún intercambio de ladridos entre pueblos vecinos— reverbera dentro. Sé que alzaré la vista y me sorprenderá, aún más que el moteado harinoso del firmamento, la tridimensionalidad que aquí se hace evidente. El fulgor desigual de lo visible, las alturas, el parpadeo. También sé que, tras unos minutos y ante el primer ruido cercano, me zozobrarán los oídos como a los diez años, aguantando la respiración bajo el agua cuando la profesora de natación no nos vigilaba. 3. Esa visión de la bóveda celeste me devolvió, esta vez, el recuerdo de una fotografía de Jean François Bouchard que descubrí hace poco. Se trata de una imagen imponente y equilibrada, nocturna; el horizonte a media altura, un firmamento punteado de estrellas en la parte superior, un suelo de tierra debajo, y en medio, una camioneta blanca iluminada desde el interior, sin los faros puestos. Pero el verdadero punctum de la fotografía es otro: los orificios de las balas en la carrocería nos imantan la mirada, agujeros de balas de distinto calibre que hacen del vehículo destartalado una continuación natural de la bóveda celeste. Y de pronto, ya no observamos un auto abandonado y destinado al tiro, ya no una diana sino un tamiz, la condición de posibilidad para constelaciones nuevas. 4. ¿Qué cantidad de ausencia debe soportar un objeto para que lo consideremos reliquia?, me pregunto, y a la vez ¿qué cantidad de encantamiento? Con sigilo, noto ensancharse una especie de claro en la memoria, y por él pasan, seguidamente, otros vestigios: una caligrafía desconocida, las plumas azules de arrendajo que se quedan en el castañar, los cinco “dedos” que esconden las aletas pectorales de las ballenas. 5. Realizo una búsqueda rápida y confirmo que la etimología de “reliquia” es transparente. Que ha llegado hasta hoy desde una de las formas latinas para “restos, residuos”, derivada a su vez del verbo relinquere, “dejar”: aquello que queda atrás, aquello de lo que nos desprendemos. Curiosamente, el texto que presentaba la serie de fotografías de Bouchard hablaba de su atención documental a las “reliquias” de una actividad recreativa, entendida como deporte para algunos y como forma de vida, entreverada con ciertos ideales, para otros. Reliquias, en este caso, singularmente próximas a left overs, deshechos. 6. Una mano, una muela, un clavo, un pedacito de un paño empapado en su día… el lenguaje de las reliquias cristianas parece otro. También el aceite de las lámparas que se habían encendido delante de los mártires contaba. Divisible hasta la última partícula, reliquia era el mismo polvo de los lugares de enterramiento. 7. ¿Pero qué retienen las reliquias, qué encapsulan en silencio? ¿Y cómo calibrar qué puede llegar a serlo? En 2013, la artista Thåo Nguyên Phan expuso una extraña piedra en la escuela del Art Institute of Chicago, iluminada cenitalmente. Casi una raíz de jengibre en un expositor de cristal, una roca lunar, un deseo. Colocó una lupa a mano derecha, por si alguien decidía investigar sus ritmos de cerca. El objeto, que había volado de Vietnam a Chicago identificado como una “souvenir rock” en aduanas, era realmente el cálculo renal de un hombre al que había conocido. No una raíz ni una formación terrestre, sino un depósito de dolores pasados, una reliquia o un sedimento. 06