Valdemar…, ¿duerme usted? -pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un
ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un
susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
-No sufro… Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del
sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus
labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas
para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí… Dormido… Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte
sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir
mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado
hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese
momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su
desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto
los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par
en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a lo s horrores de un lecho de
muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo,
obligado a continuarlo.