REBELIÓN EN LA GRANJA Rebelión en la Granja-George Orwell | Page 107
rada Napoleón tiene siempre razón», lemas, dijo, que todo ani-
mal haría bien en adoptar para sí mismo.
El día fijado para el banquete, el carro de un almacenista vi-
no desde Willingdon y descargó un gran cajón de madera. Esa
noche se oyó el ruido de cantos bullangueros, seguidos por algo
que parecía una violenta disputa y terminó a eso de las once con
un tremendo estrépito de vidrios rotos. Nadie se movió en la ca-
sa antes del mediodía siguiente y se corrió la voz de que los cer-
dos se habían agenciado dinero para comprar otro cajón de
whisky.
X
Pasaron los años. Las estaciones vinieron y se fueron; las
cortas vidas de los animales pasaron volando. Llegó una época
en que ya no había nadie que recordara los viejos días anteriores
a la Rebelión, exceptuando a Clover, Benjamín, Moses el cuer-
vo, y algunos cerdos.
Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían
muerto. Jones también murió; falleció en un hogar para borra-
chos en otra parte del país. Snowball fue olvidado. Boxer lo ha-
bía sido, asimismo, excepto por los pocos que lo habían tratado.
Clover era ya una yegua vieja y gorda, con articulaciones endu-
recidas y ojos legañosos. Ya hacía dos años que había cumplido
la edad del retiro, pero en realidad ningún animal se había jubi-
lado. Hacía tiempo que no se hablaba de reservar un rincón del
campo de pasto para animales jubilados. Napoleón era ya un
cerdo maduro de unos ciento cincuenta kilos. Squealer estaba
tan gordo que tenía dificultad para ver más allá de sus narices.
Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos igual que
siempre, exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde
la muerte de Boxer, estaba más malhumorado y taciturno que
nunca.
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