por Nati Maya y compartida 41 mil veces habla de
este “virus” y cuánto lo ignoramos. Hay un remedio.
Es la comida, y desperdiciamos un tercio de todos
los alimentos producidos para el consumo humano
cada año. La inanición, la forma más extrema de
desnutrición, nunca ha recibido tanta atención ni
recursos de tantas personas ricas en tan poco tiempo
como lo ha logrado el coronavirus. Y la razón es
sencilla: los privilegiados de sociedad nunca se van a
contagiar del “hambre-virus”, pero sí corren el riesgo
de morirse del coronavirus. El privilegio que les
protege del hambre es una vacuna muy eficaz.
Estamos viendo la forma sin precedentes en que se
juntan las donaciones de las personas opulentas, todas
destinadas al coronavirus. Melinda y Bill Gates se han
comprometido a donar $10 millones de dólares a la
causa. El CEO de Twitter, Jack Dorsey, va a dedicar
casi un tercio de su fortuna de $3.6 mil millones al
alivio de la pandemia. Li Ka-Shing, el hombre más rico
de Hong Kong, dijo que donaría aproximadamente
US$13 millones.
Estas donaciones representan increíbles esfuerzos
hechos por los más ricos del mundo. Pero no son
acciones completamente desinteresadas. Ellos se
podrían contagiar. Es cierto que las personas más ricas
tienen formas de evitar que sean expuestos al virus,
algo que no tienen los más pobres que se ven obligados
a seguir trabajando. Pero igual no son inmunes,
entonces este virus les ha impactado. Si estuvieran
operando por motivos puros, donarían con la misma
urgencia a otras causas, como el hambre, durante otras
épocas, pero ese no ha sido el caso.
Es interesante ver el papel principal que toma la clase
socioeconómica durante una crisis. Hay una isla en
Florida donde para entrar cada persona es examinada
para detectar la presencia del COVID-19. ¿Los
residentes de la isla? Un grupo de multimillonarios
que pudieron pagarle a la Universidad de Miami por
los kits de prueba. Hasta con el coronavirus vemos
claramente la inequidad entre distintos grupos.
Los humanos somos naturalmente egoístas. La
evolución nos ha dado características como el
parroquialismo que lleva a que nos interese ayudar
mucho más a la gente cercana a nosotros y que nos
permite minimizar los problemas de los demás. Nos
deja ignorar los 520 millones de personas desnutridas
en Asia, los 243 millones en África y los 43 millones
en Latinoamérica. En comparación, a finales de mayo
solo 5.7 millones habían sido infectados en el mundo
entero por el coronavirus.
Menciono las cifras no para tratar de cuantificar el
sufrimiento causado por estos dos problemas muy
graves. Los incluyo para poner en perspectiva cuántas
personas están sufriendo de una condición que no
vemos mucho en la televisión, en Internet ni en las
redes sociales.
A los tres meses de ser declarada la pandemia, el
coronavirus ya había matado a casi 134.000 personas.
El hambre mata a esa misma cantidad de personas
cada cinco días. Las causas a las cuales prestamos más
atención reflejan nuestro privilegio, y hay que ser más
conscientes de eso para que podamos mejorar la forma
en que lo utilizamos.
Esta crisis nos ofrece la gran oportunidad de
reflexionar sobre lo que permitimos que consuma
nuestros pensamientos cuando no nos encontramos
en época de crisis, e inclusive sobre qué constituye
una crisis. ¿Denominamos a algo crisis sólo si ocurre
en los países del primer mundo? ¿Es una crisis si les
afecta a los ricos? ¿Es una crisis si solo impacta a los
pobres alrededor del mundo a quienes nunca vamos a
conocer ni ver?
El COVID-19 nos ha mostrado que una crisis sólo es
crisis si afecta las poblaciones más privilegiadas del
mundo. Estamos acostumbrados a la mentalidad de
“Ojos que no ven, corazón que no siente”. Aunque la
ignorancia puede ser felicidad, también puede ser fatal,
y en este momento, tiene mucha sangre en sus manos.
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