POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 67
—Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es... –y nombró
un pueblo muy pequeño.
—¿Y qué fue lo que sucedió?
—Muchas cosas –contestó la mujer–. Muchas, muchas, y todas bellacas.
Todas, incluso las gloriosas.
—Cuente –dijo Robert Jordan.
—Es algo brutal –dijo la mujer de Pablo–. No me gusta hablar de eso
delante de la pequeña.
—Cuente, cuente –dijo Robert Jordan–. Y si no va con ella, que no
escuche.
—Puedo escuchar –dijo María, y puso su mano en la de Jordan–. No hay nada
que yo no pueda escuchar.
—No se trata de saber si puedes escuchar –dijo Pilar–; sino de saber si
debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.
—No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me
ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?
—Quizá se las dé al inglés.
—Cuénteme usted, y veremos...
—No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en
los pueblos?
—No –contestó Robert Jordan.
—Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado.
Pero era cosa de haberle visto entonces.
—Cuente, cuente usted.
—No, no tengo ganas.
—Cuente.
—Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un
momento en que te molesta, dímelo.
—Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar –replicó
María–; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.
—Creo que sí que lo es –dijo la mujer de Pablo–. Dame otro cigarrillo,
inglés, y vámonos.
La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del
arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre
una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la
encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya
contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la
dejó quieta sobre la de Robert Jordan.
—Fue por la mañana temprano cuando los civiles del cuartel se rindieron –
empezó diciendo Pilar.
—¿Habían atacado ustedes el cuartel? –preguntó Robert Jordan.
—Pablo lo había cercado por la noche. Cortó los hilos del teléfono,
colocó dinamita bajo una de las tapias y gritó a los guardias que se
rindieran. No quisieron. Entonces, al despuntar el día, hizo saltar la
tapia. Hubo lucha. Dos guardias civiles quedaron muertos. Cuatro fueron
heridos y cuatro se rindieron.
»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los
muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión
no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no
había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el
muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde
el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la
humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con
las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a
rendirse.
»–¿Queda alguno dentro? –gritó Pablo.
»–Están los heridos.