POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 40
—¿Qué hay, Rafael? –preguntó Jordan. Veía por la voz ' que le había hecho
efecto el vino. También él había bebido dos ajenjos y algo de vino, pero
su cabeza estaba clara y despejada por el esfuerzo de la pelea con Pablo.
—¿Por qué no has matado a Pablo? –preguntó el gitano,
siempre en voz
baja.
—¿Para qué iba a matarle?
—Tendrás que matarle más pronto o más tarde. ¿Por qué no aprovechaste la
ocasión?
—¿Estás hablando en serio?
—Pero ¿qué te figuras que estábamos esperando todos? ¿Por qué crees, si
no, que la mujer mandó a la chica fuera? ¿Crees que es posible continuar,
después de lo que se ha dicho?
—Teníais que matarle vosotros.
—¡Qué va! –dijo el gitano tranquilamente–. Eso es asunto tuyo. Hemos
esperado tres o cuatro veces que le matases. Pablo no tiene amigos.
—Se me ocurrió la idea –dijo Jordan–; pero la deseché.
—Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías.
¿Por qué no le mataste?
—Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.
—¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de
cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.
—Es posible.
—Mátale ahora –acució el gitano. –Eso sería asesinar.
—Mejor que mejor –dijo el gitano, bajando la voz–. Correrías menos
peligro. Vamos, mátale ahora mismo.
—No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar
por la causa.
—Provócale entonces –dijo el gitano–; pero tienes que matarle. No hay más
remedio.
Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la
dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las
alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro
cuando caza.
—Mira ese bicho –dijo el gitano en la oscuridad–. Así debieran moverse
los hombres.
—Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor –dijo
Jordan.
—Eso ocurre rara vez –dijo el gitano–. Y por casualidad. Mátale –
insistió–. No le dejes que acarree más dificultades.
—Ha pasado el momento.
—Provócale –insistió el gitano–. O aprovéchate de la calma.
La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz
salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.
—Es una hermosa noche –dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila–. Vamos
a tener buen tiempo.
Era Pablo.
Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del
cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara
redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de
largos brazos.
—No hagas caso de la mujer –dijo, dirigiéndose a Jordan. En la oscuridad,
el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano–.
A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la
República. –La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar.
Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los
labios, pensó Jordan.– No debemos tener diferencias; tenemos que estar de
acuerdo. Me alegro de que hayas venido. –El cigarrillo volvió a brillar