POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 4
—Ya veremos –respondió el joven.
Sentóse junto a los bultos y miró al viejo trepando por las rocas. Lo
hacía con facilidad, y por la manera de encontrar los puntos de apoyo,
sin vacilaciones, dedujo el joven que lo habría hecho otras muchas veces.
No obstante, cualquiera que fuese el que estuviera arriba, había tenido
mucho cuidado para no dejar ninguna huella.
El joven, cuyo nombre era Robert Jordan, se sentía extremadamente
hambriento e inquieto. Tenía hambre con frecuencia, pero a menudo no se
notaba preocupado, porque no le daba importancia a lo que pudiera
ocurrirle a él mismo y conocía por experiencia lo fácil que era moverse
detrás de las líneas del enemigo en toda aquella región. Era tan fácil
moverse detrás de las líneas del enemigo como cruzarlas si se contaba con
un buen guía. Sólo el dar importancia a lo que pudiera sucederle a uno,
si era atrapado, era lo que hacía la cosa arriesgada; eso y el saber en
quién confiar. Había que confiar enteramente en la gente con la cual se
trabajaba o no confiar para nada, y era preciso saber por uno mismo en
quién se podía confiar. No le preocupaba nada de eso. Pero había otras
cosas que sí le preocupaban.
Aquel Anselmo había sido un buen guía y era un montañero considerable.
Robert Jordan era un buen andarín, pero se había dado cuenta desde que
salieron aquella mañana, antes del alba, de que el viejo le aventajaba.
Robert Jordan confiaba mucho en el viejo, salvo en su juicio. No había
tenido ocasión de saber lo que pensaba, y, en todo caso, el averiguar si
se podía o no tener confianza en él era incumbencia suya. No, no se
sentía inquieto por Anselmo, y el asunto del puente no era más difícil
que cualquier otro. Sabía cómo hacer volar cualquier clase de puente que
hubiera sobre la faz de la tierra, y había volado puentes de todos los
tipos y de todos los tamaños. Tenía suficientes explosivos y equipo
repartidos entre las dos mochilas como para volar el puente de manera
apropiada, incluso aunque fuera dos veces mayor de lo que Anselmo le
había dicho; tan grande como él recordaba que era cuando lo cruzó yendo a
La Granja en una excursión a pie el año de 1933, tan grande como Golz se
lo había descrito aquella noche, dos días antes, en el cuarto de arriba
de la casa de los alrededores de El Escorial.
—Volar el puente no tiene importancia –había dicho Golz, señalando con un
lápiz sobre el gran mapa, con la cabeza inclinada; su calva cabeza,
señalada de cicatrices, brillando bajo la lámpara–. ¿Comprende usted?
—Sí, lo comprendo.
—Absolutamente ninguna. Limitarse a hacerlo saltar sería un fracaso.
—Sí, camarada general.
—Lo que importa es volar el puente a una hora determinada, señalada,
cuando se desencadene la ofensiva. Eso es lo importante. Y eso es lo que
tiene usted que hacer con absoluta limpieza y en el momento justo. ¿Se da
usted cuenta?
Golz contempló pensativo la punta del lápiz y luego se golpeó con él,
suavemente, en los dientes.
Robert Jordan no dijo nada.
—Es usted el que tiene que saber cuándo ha llegado el momento de hacerlo
–insistió Golz, levantando la vista hacia él y haciéndole una indicación
con la cabeza. Golpeó en el mapa con el lápiz–. Es usted quien tiene que
decidirlo. Nosotros no podemos hacerlo.
—¿Por qué, camarada general?
—¿Por qué? –preguntó Golz iracundo–. ¿Cuántos ataques ha visto usted? ¿Y
todavía me pregunta por qué?
¿Quién me garantiza que mis órdenes no serán trastocadas? ¿Quién me
garantiza que no será anulada la of ensiva? ¿Quién me garantiza que la
ofensiva no va a ser retrasada? ¿Quién me garantiza que la ofensiva no