POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 36

—¿Tienes ganas de morirte? –preguntó Pablo, y Jordan vio que la pregunta iba en serio. —No. —Entonces, cierra el pico; hablas demasiado de cosas que no entiendes. ¿No te das cuenta de que estamos jugando en serio? –dijo de una forma casi afectuosa–. Yo soy el único que ve lo grave de la situación «Lo creo –pensó Jordan–. Lo creo, Pablito, amigo; yo también lo creo. Nadie se da cuenta. Excepto yo. Tú eres capaz de darte cuenta y de verlo, y la mujer lo ha leído en mi mano, pero no ha sido capaz de verlo todavía. No, todavía no ha sido capaz de comprenderlo.» —¿Es que no soy el jefe aquí? –preguntó Pablo–. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos. —Seguridad –comentó la mujer de Pablo–. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos. Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano. —Podemos sentirnos seguros –dijo Pablo–; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro. —Hasta que es cogido –dijo la mujer agriamente–. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica –y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido–: «¡Hola, cariño, hola!» –dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido–: «Bueñas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?» «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» –volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada–: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado.» –Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz.– Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde. —No tienes derecho a hablar así –dijo Pablo–. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero. —Hablo como me da la gana –dijo la mujer de Pablo–. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí? —Sí –dijo Pablo–. Soy yo quien manda aquí. —Ni en broma –dijo la mujer–. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.