POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 24
C APÍTULO TERCERO
Bajaron los últimos doscientos metros moviéndose cuidadosamente de árbol
en árbol, entre las sombras, para encontrarse con los últimos pinos de la
pendiente, a una distancia muy corta del puente. El sol de la tarde, que
alumbraba aún la oscura mole de la montaña, dibujaba el puente a
contraluz, sombrío, contra el vacío abrupto de la garganta. Era un puente
de hierro de un solo arco y había una garita de centinela a cada extremo.
El puente era lo suficientemente amplio como para que pasaran dos coches
a la vez, y su único arco de metal saltaba con gracia de un lado a otro
de la hondonada. Abajo un arroyo, cuya agua blanquecina se escurría entre
guijarros y rocas, corría a unirse con la corriente principal que bajaba
del puerto.
El sol le daba en los ojos a Robert Jordan y no distinguía el puente más
que en silueta. Por fin, el astro palideció y desapareció, y, al mirar
entre los árboles, hacia la cima oscura y redonda, tras la que se había
escondido, Jordan vio que no tenía ya los ojos deslumhrados, que la
montaña contigua era de un verde delicado y nuevo y que tenía manchas de
nieves perpetuas en la cima.
En seguida se puso a estudiar el puente y a examinar su construcción
aprovechando la escasa luz que le quedaba a la tarde. La tarea de su
demolición no era difícil. Sin dejar de mirarlo, sacó de su bolsillo un
cuaderno y tomó rápidamente algunos apuntes. Dibujaba sin calcular el
peso de la carga de los explosivos. Lo haría más tarde. Por el momento,
Jordan anotaba solamente los puntos en que las cargas tendrían que ser
colocadas, a fin de cortar el soporte del arco y precipitar una de sus
secciones en el vacío. La cosa podía conseguirse tranquila, científica y
correctamente con media docena de cargas situadas de manera que
estallaran simultáneamente, o bien, de forma más brutal, con dos grandes
cargas tan sólo. Sería menester que esas cargas fueran muy gruesas,
colocadas en los dos extremos y puestas de modo que estallaran al mismo
tiempo. Jordan dibujaba rápidamente y con gusto; se sentía satisfecho al
tener por fin el problema al alcance de su mano y satisfecho de poder
entregarse a él. Luego cerró su cuaderno, metió el lápiz en su estuche de
cuero al borde de la tapa, metió el cuaderno en su bolsillo y se lo
abrochó.
Mientras él estaba dibujando, Anselmo miraba la carretera, el puente y
las garitas de los centinelas. El viejo creía que se habían acercado
demasiado al puente y cuando vio que Jordan terminaba el dibujo, se
sintió aliviado.
Cuando Jordan acabó de abrochar la cartera que cerraba el bolsillo de
pecho se tumbó boca abajo, al pie del tronco de un pino. Anselmo, que
estaba situado detrás de él, le dio con la mano en el codo y señaló con
el índice hacia un punto determinado.
En la garita que estaba frente a ellos, más arriba de la carretera, se
hallaba sentado el centinela, manteniendo el fusil con la bayoneta calada
en las rodillas. Estaba fumando un cigarrillo; llevaba un gorro de punto
y un capote hecho simplemente de una manta. A cincuenta metros no se
podían distinguir sus rasgos, pero Robert Jordan cogió los gemelos, hizo
visera con la palma de la mano, aunque ya no había sol que pudiera
arrancar ningún reflejo, y he aquí que apareció el parapeto del puente,
con tanta claridad que parecía que se pudiera tocar alargando el brazo. Y
la cara del centinela, con sus mejillas hundidas, la ceniza del
cigarrillo y el brillo grasicnto de la bayoneta. El centinela tenía cara