POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 213
—Paco –dijo el capitán–, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que
apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.
Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y,
ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.
—Disparad –gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los
brazos–. Disparad. Disparad. Matadme.
En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo
muerto y sonreía.
«¡Qué gente!», pensó. Rió intentando contenerse, porque la risa le
sacudía el brazo y le hacía daño.
—¡Rojos! –gritaba el de abajo–. Canalla roja, disparad. Matadme.
El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por
encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos
en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado
estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y
moviendo la cabeza muy contento.
«Disparad sobre mí –repetía en voz baja–. Matadme.» Y volvieron a
sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y
cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar.
Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.
El capitán Mora descendió del peñasco.
—¿Me crees ahora, Paco? –le preguntó al teniente Berrendo.
—No –dijo el teniente Berrendo.
—¡C...! –exclamó el capitán–. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.
El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el
teniente Berrendo se agazapó junto a él.
El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar
atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el
español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías
de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los
países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El
teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran
carlistas
de
Navarra
y
juraban
y
blasfemaban
cuando
estaban
encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se
confesaban regularmente.
Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán,
trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre
su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.
«Hablar así no nos va a traer suerte –pensó el soldado–. Ese habla peor
que los rojos.»
«Julián ha muerto –pensaba el teniente Berrendo–. Muerto ahí, sobre la
cuesta, en un día como éste. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte
aún con sus blasfemias.»
Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo.
Sus ojos parecían más raros que nunca.
—Paco –dijo alegremente–, subiremos tú y yo.
—Yo no.
—¿Qué dices? –exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.
«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola –pensó
Berrendo–. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán
lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que
salir.»
—Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta –dijo el teniente Berrendo al
capitán.
—Está bien. Iré yo solo –dijo el capitán–. No puedo aguantar tanta
cobardía.