POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 211
—Hijos de puta –gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.
—Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de
vuestro padre...
El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su
oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar?
¿Es posible que sean tan cretinos?»
La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni
percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar
de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala
fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un
hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma
automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco,
detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose
materialmente detrás de él.
El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no
había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la
cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso,
como sólo puede serlo un cazador.
Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras,
hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al
tirador:
—¿Qué piensas de esto?
—No sé –respondió el tirador.
—Sería lógico –dijo el hombre que era el oficial que mandaba el
destacamento–. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.
El soldado no replicó.
—¿Tú qué crees? –inquirió el oficial.
—Nada.
—¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?
—Ninguno.
El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.
—Los aviones deberían haber llegado hace una hora –comentó.
Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para
dejarle sitio.
—¿Qué te parece, Paco? –preguntó el primer oficial.
El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para
subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la
ametralladora, respondió:
—Para mí, es una trampa.
—¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí
sitiando a hombres que ya están muertos.
—Ya hemos hecho algo peor que el ridículo –contestó el segundo oficial–.
Mira hacia la ladera.
Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las
víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía
la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las
herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que
habían construído el parapeto.
—¿Qué hay de los morteros? –preguntó el otro oficial.
—Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.
—Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.
—Bandidos –gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando
la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así
mucho más cercana–. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!
El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó
la mirada, apretando los labios.