POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 2
C APÍTULO PRIMERO
Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color
castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el
viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña
hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía
en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado
podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando
en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y,
más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca
cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la
luz del sol.
—¿Es ése el aserradero? –preguntó.
—Ese es.
—No lo recuerdo.
—Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo,
mucho más abajo del puerto.
Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar
y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro.
Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los
aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo.
Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en
uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.
—Desde aquí no puede verse el puente.
—No –dijo el viejo–, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el
río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre
los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta...
—Ya me acuerdo.
—El puente atraviesa esa garganta.
—¿Y dónde están los puestos de guardia?
—Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.
El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de
lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó
las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente
dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que
había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde
estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban
deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río
aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de
la presa, el viento hacía volar la espuma.
—No hay centinela.
—Se ve humo que sale del aserradero –dijo el viejo–. Hay ropa tendida en
una cuerda.
—Lo veo, pero no veo ningún centinela.
—Quizá quede en la sombra –observó el viejo–. Hace calor a estas horas.
Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.
—¿Dónde está el otro puesto?
—Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco
kilómetros de la cumbre del puerto.
—¿Cuántos hombres habrá allí? –preguntó el joven, señalando hacia el
aserradero.
—Quizás haya cuatro y un cabo.
—¿Y más abajo?
—Más. Ya me enteraré.