POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 197
C APÍTULO VEINTICINCO
Robert Jordan levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en
su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió
con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió
señalando, llevandose la mano a la oreja y volviendo a señalar
insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.
—Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés
seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando
hayan llegado a esas matas –le indicó Robert Jordan–. ¿Entiendes?
—Sí, pero...
—Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.
A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:
—Viejo,
quédate
aquí
con
Agustín
y
la
ametralladora.
–Hablaba
tranquilamente, sin prisa.– No debe disparar, a menos que la caballería
se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos
tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar,
sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.
—Bueno –contestó el viejo–. ¿Y La Granja?
—Luego.
Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía
húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la
nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a
medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la
larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas
más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos
rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:
—Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?
—Nada –contestó Robert Jordan.
Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante,
al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la
montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de
entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble
hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve,
en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al
llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.
—Tenemos que ayudarlos –dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.
—Es imposible –le dijo Robert Jordan–. Me lo estaba temiendo desde esta
mañana.
—¿Qué dices?
—Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido
las huellas.
—Pero hay que ir a ayudarlos –insistió Primitivo–. No se les puede dejar
solos de esta manera. Son nuestros camaradas.
Robert Jordan le puso la mano en el hombro.
—No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.
—Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese
camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la
tuya. Así podrían ser ayudados.
—Escucha –dijo Robert Jordan.
—Eso es lo que escucho –dijo Primitivo.
Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el
estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar
de ametralladora.