POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 179

automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones. —Suba con ellos –dijo Jordan a Anselmo–. Échese al lado del fusil y sujete las patas. Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles. El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza. «Alguien te estrangulará un día con esa correa –se dijo–. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio. Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos. —Vamos –gritó Jordan–. Trae ese caballo. Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida. «Ese jinete no esperaba nada malo –pensó–. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla.» —Sería mejor que fueses abajo –le dijo a Pablo. Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras.» Al salir de la cueva le dijo a Pablo: —Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil? —Sí –respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas–: Mira qué caballo. El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas. —Le llevaré con los otros –dijo Pablo. —No –replicó Jordan–. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso. —Es verdad –asintió Pablo–. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés. —Manda a alguno que vigile abajo –dijo Robert Jordan–. Nosotros tenemos que ir allá arriba. —No hace falta –dijo Pablo–. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar. —Para largarte y emborracharte –repuso Pilar –. Toma, coge esto en cambio –y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos. —¡Qué va, emborracharme! –exclamó Pablo–; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola. Levantó los brazos,