POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 174

—Buenas noches a todo el mundo –había dicho–. Voy a dormir. De los que estaban ocupados extendiendo las mantas y los bultos en el suelo, frente al hogar, echando atrás mesas y asientos de cuero, para dejar espacio y acomodarse, sólo Primitivo y Andrés levantaron la cabeza para decir: —Buenas noches. Anselmo estaba ya dormido en un rincón, tan bien envuelto en su capa y en su manta, que ni siquiera se le veía la punta de la nariz. Pablo dormía en su sitio. —¿Quieres una piel de cordero para tu cama? –preguntó Pilar en voz baja a Robert Jordan. —No. Muchas gracias. No me hace falta. —Que duermas a gusto –dijo ella–. Yo respondo de tu material. Fernando había salido con él. Se había detenido un instante en el lugar donde Jordan había extendido el saco de dormir. —¡Qué idea más rara la de dormir al sereno, don Roberto! había dicho, de pie, en la oscuridad, envuelto en su capote hasta las cejas y con la carabina sobresaliendo por detrás de la espalda. —Tengo costumbre de hacerlo así. Buenas noches. —Desde el momento en que tiene usted la costumbre... —¿Cuándo es el relevo? —A las cuatro. —Va a pasar usted mucho frío de aquí a entonces. —Tengo costumbre –dijo Fernando. —Desde el momento en que tiene usted costumbre... –había respondido cortésmente Robert Jordan. —Sí –había dicho Fernando–, y ahora tengo que irme allá arriba. Buenas noches, don Roberto. —Buenas noches, Fernando. Luego Robert Jordan se hizo una almohada con la ropa que se había quitado, se metió en el saco y, allí tumbado, se puso a esperar. Sentía la elasticidad de las ramas bajo la cálida suavidad del saco acolchado, y con el corazón palpitándole y los ojos fijos en la entrada de la cueva, más allá de la nieve, esperaba. La noche era clara y su cabeza estaba tan fría y tan clara como el aire. Respiraba el olor de las ramas de pino bajo su cuerpo, de las agujas de pino aplastadas y el olor más vivo de la resina que rezumaba de las ramas cortadas. Y pensó: «Pilar y el olor de la muerte. A mí, el olor que me agrada es éste. Este y el del trébol recién cortado y el de la salvia con las hojas aplastadas por mi caballo cuando cabalga detrás del ganado, y el olor del humo de la leña y de las hojas que se queman en el otoño. Ese olor, el de las humaredas que se levantan de los montones de hojas alineados a lo largo de las calles de Missoula, en el otoño, debe ser el olor de la nostalgia. ¿Cuál es el que tú prefieres? ¿El de las hierbas tiernas con que los indios tejen sus cestos? ¿El del cuero ahumado? ¿El olor de la tierra en primavera, después de un chubasco? El del mar que se percibe cuando caminas entre los tojos en Galicia? ¿O el del viento que sopla de tierra al acercarse a Cuba en medio de la noche? Ese olor es el de los cactus en flor, el de las mimosas y el de las algas. ¿O preferirías el del tocino, friéndose para el desayuno, por las mañanas, cuando estás hambriento? ¿O el del café? ¿O el de una manzana Jonathan, cuando hincas los dientes en ella? ¿O el de la sidra en el trapiche? ¿O el del pan sacado del horno? Debes de tener hambre.» Así pensó y se tumbó de costado y observó la entrada de la cueva a la luz de las estrellas, que se reflejaban en la nieve. Alguien salió por debajo de la manta y Jordan pudo ver una silueta que permanecía de pie junto a la entrada de la cueva. Oyó deslizarse a