a Ruta
Martínez
Compañón.
En Perú.
Este es el título de la
ruta 2011, compuesta
por dieciocho días en
Perú, dieciséis en España
y uno en Portugal. Aunque
me centro en Perú que fue la eta-
pa mas alucinante.
“¡Buenos días! ¡Hoy es el día que todos es-
tabais esperando! ¡Hoy, tomaremos el avión con destino
Lima! ¡Hay 22ºC y tenemos chocolate con churros para
desayunar! ¡Buenos días! ¡Arriba todo el mundo! ¡Es hora
de levantarse! ¡Esta mañana los de material han montado
el spa! ¡Chavales, hoy es el día que todos estabais esperan-
do!”- Jesús Luna, jefe de campamento de Ruta Quetzal,
gritando por su megáfono a horas impronunciables.
Este pregón lo he estado escuchando cada una de
las mañanas o, mejor dicho, cada vez que tocaba levan-
tarse para ponerse en marcha.
El momento más extraño del
día era el despertar. Tal es el can-
sancio tras una jornada rutera, que
cuando te vas al saco, entras en un
sueño profundo y pesado, espeso.
En él me olvidaba del suelo duro,
de las piedras o matojos que se cla-
vaban en mi espalda, de la hume-
dad, del tufo a sudor y pies e, incluso, de dónde me en-
contraba. Y así quedaba sumida en un trance del que no
me sacaba ni el frío, ni el agua, ni las palizas nocturnas
de alguna compañera inquieta. Dormía para revivir en
los sueños el día anterior. Pero en todos los sueños llega-
ba un momento que se antojaba el más interesante. En
él empezaba a oír en la lejanía una cancioncilla familiar,
una voz. Y poco a poco el sueño se disipaba al igual que
la niebla. Era ese instante el mejor de todos. Ahí me
daba cuenta de lo a gusto que estaba durmiendo. No
era consciente de dónde estaba ni de cómo. Solo sabía
que tenía los parpados cerrados a prueba de bombas y
que moverse no era una opción. Pero ¡ojo! Es un mo-
mento crítico. En ese mismo ins-
tante tienes dos opciones: cerrar
la cremallera, del saco hasta la co-
ronilla (si es que la encuentras) o
ponerte en movimiento. Y era ne-
cesario tomar una decisión, pues,
si me decantaba por la cremallera
era como abrir la caja de Pandora.
Como en un capullo de seda, se
oye cada vez más cerca el megáfo-
no, hasta que lo tienes en la oreja,
justo en tu oreja. A continuación,
más sorda que una tapia empiezan
a llover golpes desde fuera, y tú
dirás: "con eso tendrías que estar más
que despierta". Pero no, lo que pillaba era un humor de
perros, y es que el cansancio puede más, y si le añades la
cabezonería del momento… ni que decir tiene. A esto le
siguen diez minutos de barullo, que conlleva el comien-
zo de la jornada, tanto dentro como fuera de mi tienda
(la D). En ese tiempo era menester preparar la mochila
para el día, asearte (como buenamente puedas). Yo era
partidaria de la ducha polaca: toallita en mano para el
culo y la sobaca) y salir corriendo a reunirte con el grupo
para poder desayunar.
En este último punto se era muy estricto. Para po-
der llevar a cabo cualquier actividad tenía que estar el
grupo completo, en mi caso diecinueve chicas. Todas
las actividades estaban cronometradas. El desayuno se
servía media hora como mucho, tal vez algo más la du-
cha, cuando había suerte y teníamos agua para ello o
en su ausencia un buen manguerazo. No es necesario
mencionar el cabreo que pillan diecinueve ruteras, con
sueño, cansadas, hambrientas, sucias y heladas de frío,
cuando las han dejado las últimas de la cola por culpa de
la petarda de turno que no le da la gana de ser puntual.
Añadiendo que si tu grupo está
incompleto, los demás siguen
comiendo hasta llegar el punto
en que limpian las bandejas y,
ale, el grupo 6 se queda sin desa-
yunar, o sin agua. Pero son más
espabiladas que todo eso. Para
cuando se ha hecho el recuento,
ya han entrado en tu tienda, y te
han sacado de las orejas o con el saco puesto. Ya puedes
ir en medio en pelotas (imposible con el fresquíviri que
hacía por las mañanas) que ellas no se iban a quedar
sin el desayuno. Y menos mal, porque la bronca que me
caería no iba a ser moco de pavo precisamente.
Claro que esto no te pasa todos los días, con el pri-
mero aprendes la lección. Aunque también se daba el
caso en que no te enterabas de nada, o no insistían en
que te levantaras. Y con las prisas te olvidaban allí, ron-
cando o nos olvidábamos a la monitora. ¡Qué disparate!
La pura verdad es que no hacía 22 ºC ni de bro-
ma.
Nos hemos llegado a despertar a -10 ºC. De
chocolate con churros nada. Eso es
una leyenda, como también lo eran
las cañas de chocolate, las ensaima-
das, las magdalenas… ¿Y el spa?
Aún me pregunto dónde montarían
todas las mañanas el dichoso spa,
o la sauna, el baño turco, la piscina
climatizada, o simplemente la du-
cha. Algunas mañanas también nos
visitaba algún animal extinto, como
el yiyuyiyu, además de su madre, su
tío, el bisabuelo del yiyuyiyu… o el
propio Martínez Compañón.
En Perú pasamos por cantidad
de sitios con nombres la mar de cu-
“Aún lo recuerdo
todo como un sueño,
demasiado maravilloso
para haber sido real”
María Garres
2
Pandora
riosos, como
Cocachimba, Pachacamac, Lambaye-
que o Chachapoyas (este último es el preferido de la
ruta 2011, y creo que de la 2010 también). Estuvimos
acampados en la costa del Pacífico con olas de diez
metros. Allí tuve la suerte de montar en totora y surfear
con los nativos. La playa peruana no es como La Man-
ga. Está formada por dunas gigantescas de arena, por
las que se hace la croqueta la mar de bien. Pasamos por
la zona desértica en la que se encuentran Las Pirámi-
des Mochicas, la capital, Lima. Subimos a Los Andes y
recorrimos un trecho de selva. La selva amazónica fue
genial. Hicimos una caminata de doce horas hasta lle-
gar a Gocta, la tercera catarata más grande del mun-
do, donde nos bañamos en el agua más helada que he
probado jamás. Es tal como aparece en la película de
Tarzán, solo que no hay tigres, ni monos… Para subir
a Los Andes estuvimos andando, cuesta arriba cinco
horas hasta llegar a Kuélap, en la cima de la montaña.
Allí nos acogieron las gentes del lugar, dos familias que
tenían que bajar y subir la montaña cada vez que ne-
cesitaban algo. En consecuencia de la lluvia obtenían
el agua y se veían pastando las cabras, ovejas, gallinas
y un par de mulas y caballos. Cuando abandonamos
el lugar, tres días mas tarde, no se podía encontrar una
gallina. No se me va a olvidar una de esas noches. Las
tiendas de campaña las tuvimos que montar en una
explanada que estaba cuesta abajo, mi tienda era la pri-
mera de la fila. Una noche me desperté con muchísimo
frío, no podía a penas moverme del entumecimiento y
me dio mal de alturas, o como lo llamaban allí “el so-
roche”. Para que lo entendáis, me entró cagalera. No es
necesario decir que en lo alto de una montaña, a 3.000
metros de altura, no hay lámparas y las nubes de lluvia
no dejan pasar la luz de las estrellas. Y para colmo te-
nía que salir a, llamémoslo, abonar la tierra. Serían las
3:30 de la madrugada y no quería salir, estaba muerta
de frío y miedo, pues el viento au-
llaba y en mi mente solo afloraban
escenas de películas de terror. Pero
llegó un momento en que o salía
o me cagaba encima. Llamé a mi
compañera de tienda, Mariella de
Londres, que no se enteraba de
la misa la mitad. Y cuando nos
dispusimos a salir nos dimos
cuenta, la tienda era una piscina,
el agua, en la parte más baja, nos
llegaba por las pantorrillas y los
sacos estaban calados. Tal era el
frío que no nos habíamos dado
cuenta. Pero ahí no termina la
cosa. No podíamos salir de la tienda.
Del peso del agua las piquetas se
soltaron y sobre la hierba la tienda
se fue escurriendo colina abajo hasta
quedar anclada en unos arbustos. No
sabíamos dónde estábamos, no po-
díamos pasar aquel inmenso arbusto,
y para colmo se oían los perros y los
caballos alrededor nuestro, rozando la
tienda. Por añadidura, yo me cagaba en-
cima. Imaginaos el panorama.
La gastronomía peruana de la que nos hicie-
ron partícipes es digna de mención. Todos los días, to-
dos, todos, todos los días, salvo el que no había cocina,
claro está, comíamos pollo con arroz. Nos salía el pollo
con arroz por las orejas. Pollo con arroz para comer,
pollo con arroz para cenar, y por si te quedabas con
gana, bocadillos de pollo, con rollitos de arroz para de-
sayunar. Claro que había diferentes salsas para el pollo.
Creo que he comido pollo desde que regresé de la Ruta
dos veces contadas. Acho, que asco de pollo con arroz.
Pero hubo algo que le daba mil vueltas al dichoso pollo,
avena. Una papilla vomitiva a base de avena, leche, agua
y roña que conservabas en tu vaso de días anteriores. El
primer día la pruebas. Yo la eché. Cuando pasan unos
días lo vuelves a intentar (me decían mis compañeros:
“¡valiente, eso es radiactivo!”) y la volví a echar. La ave-
na nos la ponían como remedio al estreñimiento que
acompañaba al arroz. ¡Puag! ¡Que angustia de pensarlo!
Y todavía hubo un loco de Barcelona que se compró
una caja de avena para el desayuno, de recuerdo. Re-
cuerdo perfectamente las caras de mi grupo, en Kuélap,
cuando llegó nuestra monitora diciendo: “¿estaba rico
verdad? Ya estabais cansadas de tanto pollo” y respondió
la sevillana: “¿qué bisho ez éhte, Igone?” Y dijo Igone: “es
Cuy con alguna especia. Cobaya.” ¡Qué risa, acho!
La mayoría de ellas no se rieron tanto.
Como esta hay cientos de anécdotas con las que
se puede escribir un libro. Todas son desastrosas y gra-
ciosas de las que aprendí muchísimo y que recuerdo
con mucho cariño y guasa, aunque he de reconocer
que en su momento no me hicieron tanta gracia.
Aún lo recuerdo todo como un sueño, demasiado
maravilloso para haber sido real. Pero siempre presente.
Ante la mayoría de las cosas saco a colación algo de la
ruta, y la cantidad de amigos que conservo me recuerdan
cada día el pedazo de verano que pasamos juntos y que,
con seguridad, ha cambiado nuestras vidas.
Ahora, sin ir más lejos, voy a casa de
Aune, mi compañera finlandesa,
para pasar la Navidad, el año nue-
vo y conocer a Papá Noel, junto
con su familia.
Os animo a que participéis, a
que deis lo mejor de vosotros
y hagáis el trabajo. No es
imposible y merece la pena,
porque lo que se puede ganar es
mucho.
Lo cierto es que todos los días
sí que eran el día que estábamos
esperando.
Pandora
María en
Kuélap,
Los Andes.
Ruta QUETZAL
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