Hace dos semanas, partí con tres de mis colegas de
la Fundación Del Alto Atlas (HAF, Marrakech) hasta
la aldea de Gourrama, en las montañas marroquíes
del Atlas Medio. Nuestro viaje, desde el amanecer
hasta la caía del sol, nos llevó a través de terrenos
escarpados y de clanes de todas dimensiones. La
belleza natural y el encanto de lo construido arti-
ficialmente que aparecía tras mi ventana mientras
conducíamos, me cautivó. Cada una de las imágenes
momentáneas despertaban en mí la emoción del pri-
merizo.
Edificios de solitario hormigón dividían los verdes
campos que atravesábamos. Los tonos esmeraldas,
rojos, rosas y naranjas que los bañaban, se evapora-
ban perfilando el horizonte simulando caras agacha-
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das bajo pesadas cejas que nos conmovían al mirar
a través de las ventanas iluminadas. Estas construc-
ciones, testigos de los viajeros y las travesías, eran
majestuosos y enérgicos en su observación. Otras
construcciones asomaban más atrasadas en la ca-
rretera, con brillantes techos de estaño asomando
entre la marea de verdes junto a los que estaban. El
espacio entre estos oasis de la vida y el color, no se
sentía vacío ni vendido. Este espacio, tenía vida jun-
to al esparcimiento con que el cielo azul se extendía
hacia arriba, hacia el exterior y a nuestro alrededor,
sin límite.
Una vez en Gourrama, nos reunimos con represen-
tantes locales para dejar varios cientos de jóvenes
nogales y almendros, en las asociaciones agrícolas
OTWO 08 / MARCH 2020
de los alrededores. Estos eran sólo una parte de
los miles de árboles frutales que habíamos llevado,
apretados en la parte trasera de nuestro coche jun-
to a nuestro equipaje. Uno de esos representantes
director de la asociación local, Tarik Sadki, nos hizo
un itinerario por la aldea en la que íbamos a alojar-
nos. Entre los muchos edificios de adobe entre los
que caminamos, una construcción en particular, era
motivo de orgullo para Tarik. Aquí, durante los últi-
mos veinte años, había sido comisario del museo,
dedicado a preservar la historia de la región que se
remonta a un milenio, en la que se conservaban do-
cenas de artefactos bereberes, árabes y franceses,
desde herramientas y armas antiguas hasta piezas
de arte contemporáneos.
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Nuestra primera mañana en Gourrama, entrega-
mos árboles a treinta y dos familias agrícolas loca-
les. Hombres, viejos y jóvenes por igual, llegaron
usando chilaba en tono tierra para evitar el frío de
la mañana y proteger sus ojos del sol naciente. Emo-
cionados, montaron sus ejemplares en los burros de
carga, con orgullo y propósito visibles.
A última hora de la mañana, nos dirigimos a una
ciudad cercana para continuar nuestra donación de
árboles. Allí, pregunté a un grupo de agricultores
sobre los efectos del cambio climático en sus me-
dios de vida. Un hombre, llamado Mustafá, contestó
que había notado descenso relevante de las lluvias,
que había perjudicado la calidad de la tierra. Esta
escasez de lluvia, confirmó, también ha impedido los
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