Editorial
Una nueva temporada llama a nuestras puertas, pletórica, como
siempre, de grandes promesas, de espléndidas perspectivas, de
aventuras sin cuento. Posiblemente este sea el año en el que se
produzca el lance de nuestras vidas, en el que abatamos esa
presa soñada, ese magnífico enemigo cuya vívida imagen nos
impedía el descanso cotidiano…
Hay que ver con qué poca cosa nos conformamos, en el fondo,
los cazadores. La simple posibilidad de recorrer el monte con
nuestras armas nos encocora y nos eleva por encima del resto
de los mortales, con total independencia del resultado del paseo, siempre incierto, puesto que hablamos de caza y no de tiro
al blanco. El ansia por la adrenalina, por coleccionar recuerdos y
emociones imborrables, puede más que nosotros; nos saca de
casa y nos empuja hacia el cazadero, haciéndonos olvidar la peripecia de lo cotidiano y el dolor de corazón que supone vivir la
vida que se nos ha dado.
Y si ese cazador en cuestión resulta ser, además, un cazador arquero, uno de los nuestros, entonces para qué queremos más.
Imagina nuestro compañero con mayor ardor que cualquier
otro aficionado con arma de fuego, puesto que la parquedad en
recursos de su instrumento favorito le pone más difícil aún la
consecución de sus metas, la consumación de ese lance casi definitivo que le consagrará como cazador y como ser humano.
Así pues, si el cazador es , por definición, un soñador, el cazador