sea en modesto cabotaje, aunque la alta mar queda cada vez más cercana, se adivina nuevamente amable y llevadera.
Claro está que semejante peripecia había de impactar con tremenda
fuerza en mi vida toda y, por ende, en la práctica del arte que hasta
aquí, hasta este descabellado proyecto de boletín, nos ha traído.
Obedeciendo mi habitual pesimismo, pensé en un principio que mis
días de aventura en el monte se habían acabado. Tuve la triste sensación de que no volvería a contemplar, en pie como un hombre libre y
sano, las hogueras de mis hermanos de sangre, el brillo malévolo de
nuestras armas, la elegante sutileza de un recurvado en lo más escondido de la foresta.
Me resultaba imposible manejar con la mínima corrección un arco de
caza, por no hablar de mi personal herramienta, el bravo “Pontiac”. Los
brutales tratamientos a los que me sometí me habí