Para no recordarla me deshice
de sus Tupper, las fotos del crucero,
en Junio por el Báltico,
de los cedés y el cuadro de Renoir
que compramos, a saldo, en Carrefour.
Para no recordarla
eliminé los muebles
y, con ellos, las marcas que su cuerpo
hollase en el colchón o en el sofá,
seguí con la fregona
sus pasos sobre el mármol,
y pinté las paredes
de un color parecido al desaliento.
Para no recordarla tuve, al fin,
que cambiarme de piso,
de barrio y de ciudad.
Dejé de pasear por los jardines
por miedo a que su sombra me acechase
oculta en cualquier sombra.
Para no recordarla
no encontré otra salida
que huir balcón abajo.
Durante unos segundos,
arrojados, veloces,
me sentí volar libre.
Lejos de la imagen
que tanto me hostigaba,
recuperé la ansiada dignidad.
En el último instante
-no lo pude impedir-
mi cabeza quedó sobre el bordillo
en la misma postura,
con el ángulo exacto,
la inclinación precisa,
el gesto riguroso
con el que tantas veces
la observase dormir sobre la almohada.
Inma Pelegrín