Vivimos en un apartamento espectacular de dos habitaciones, meticulosamente decorado con ilustraciones, retratos y Polaroids con colores tenues de ambos amorosamente abrazados y felices. Una noche, mientras los dos estábamos sólo bajo luz de la pantalla del televisor, me di cuenta de que algo no andaba bien. O mejor dicho, de que algo había dejado de estar bien.
Los dos teníamos los audífonos puestos y estábamos sumidos en nuestra música. No había ruido en el ambiente. Creo que en ese preciso instante me invadió un profundo sentimiento de depresión, un estado que se prolongó hasta que nos fuimos a dormir, a medianoche. Bueno, no es cierto, porque la pesadilla continuó al día siguiente.
En la cama, cada uno ocupaba un extremo, divididos por la frontera física de un peluche de Totoro con su eterna sonrisa. No hubo intercambio de miradas, ni conversación. No salió ni media palabra de nuestras bocas. Mientras me invadía el sueño, me di cuenta de que ya casi nunca hablábamos; nuestros intercambios sociales se limitaban a un "buenos días", "baja el volumen" o "lava los platos". ¿Cómo habíamos llegado a esa situación? Intentaré explicarlo ahora que tengo suficiente tiempo para hacerlo.
No hace mucho tiempo, al principio, como ocurre con todos los principios, sentía que todo era idílico. Vivía una época en la que todo era te quiero, me quieres, nos queremos, nos amamos. Nuestro amor era inquebrantable y lo gritábamos a los cuatro vientos con fotos en Facebook. Imágenes con las que decíamos a nuestros amigos: "¡Mírennos, somos felices!".
Todo comenzó en una fiesta. Ya la había visto cientos de veces antes, pero nunca había tenido el valor suficiente para hablar con ella. Pero aquella noche, animado por la situación y entonado por el alcohol, me decidí a hablarle. Después, nos enamoramos perdidamente.
De la nada pasamos de conocernos a estar cada minuto juntos, en la casa de alguno de los dos, sin abandonar la cama, con las cortinas cerradas y suficiente comida para permanecer recluidos en nuestro refugio. Entre los dos había una especie de osmosis sexual. Estuvimos así un año, hasta que decidimos vivir bajo el mismo techo para pagar menos renta y no tener que hacer viajes continuos de casa de uno a la del otro y también para poder hacer el amor con más frecuencia, obviamente.
Desde ese momento, yo no paraba de repetirme lo claro que era que nos amábamos. Nuestros fines de semana se convirtieron en cuadrípticos: sushi-película-té-cobija. A pesar de que mi pareja estaba siempre acurrucada junto a mí en nuestro mundo perfecto, lejos de todo, una luz atravesó la oscuridad e interrumpió nuestro ensimismamiento en nuestras vidas. Un pequeño rectángulo de luz blanca parpadeante, acompañada de una vibración en una esquina del cuarto. Era la llamada de las redes sociales.
"Praesent per in. Lectus amet aenean luctus nulla erat ac
curabitur amet ridiculus elit mauris metus turpis"