la institución que reunía todos los libros escritos en la Antigüedad. Su enclave
envidiable, frente a la isla de Faros, y su cercanía con el fértil valle del Nilo, hicieron
de Alejandría una ciudad de ricos comerciantes y artesanos. A pesar de estar en
tierra de Egipto, Alejandría fue siempre una ciudad griega. De hecho, cuando
griegos y latinos hablaban de esta ciudad se referían a Alejandría "junto a Egipto" y
no a Alejandría "en Egipto".
En el año 332 a.C., Alejandro magno, rey de Macedonia, tras haber derrotado a los
persas en diversas batallas, entró en Egipto como nuevo señor de esta tierra. El
país del Nilo había pertenecido durante varias generaciones al Imperio Persa, por
lo que Alejandro lo reclamó como parte de su nuevo Imperio. Aunque en Egipto
existían algunas colonias griegas desde siglos atrás, sus habitantes apenas se
habían mezclado con la población local, que seguían viviendo como en tiempos de
los faraones y considerando a sus soberanos como dioses. Alejandro quedó
fascinado con Egipto, sus monumentos y la antigüedad de su historia, hasta el punto
de que decidió fundar en esta tierra la que sería la mayor de todas las ciudades
patrocinadas por él.
Según cuenta el escritor Plutarco en su "Vida de Alejandro", el rey decidió el
emplazamiento de la nueva ciudad después de tener un sueño en el que un anciano
de larga barba blanca le recitaba un pasaje de la Odisea de Homero en el que se
habla de la isla de Faros. Al despertarse, Alejandro pidió que le llevaran al lugar de
la costa que estaba frente a la citada isla, y se dio cuenta de que estaba ante el
emplazamiento perfecto para levantar la que sería la nueva capital de Egipto.
Deseoso de marcar el territorio de la nueva ciudad, ordenó que le dieran algún
material con el que trazar el futuro recorrido de la muralla, pero los sirvientes sólo
pudieron encontrar varios sacos de harina. El rey no desistió de su plan, y trazó los
límites de la futura Alejandría con harina. De inmediato, todo tipo de aves salieron
de las marismas para picotear el polvo blanco. Alejandro quedó aterrado al
interpretar aquello como un mal augurio, pero el adivino Aristandro, que viajaba con
él, le sacó de su error, afirmando que aquélla era una señal de los dioses que
querían indicar la riqueza y prosperidad que la ciudad alcanzaría tras su fundación.
Alejandro no pudo ver la ciudad construida, pues partió poco tiempo después para
culminar sus campañas contra Darío, rey de los persas. La muerte le sorprendió en
Babilonia años