Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 512
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Ud. no nos salva, Kurt. Créame, viviremos sólo si Ud. asegura a sus Jefes que no hablaremos
a nadie sobre lo que hemos visto. Esa es la garantía que ellos necesitan para dejarnos en
libertad: ¡todo lo contrario de lo que Ud. supone! Ja, ja, ja: ¡un informe! Ud. me hace reír, Von
Sübermann: ¿a quién le interesa que Yo haga un informe sobre lo que he visto en el Tíbet y lo
que le he visto hacer a Ud.? ¿Piensa que los Iniciados de la Orden Negra permitirán que exista
un informe oficial sobre el Vîmâna de Shambalá, o sobre los perros daivas, o su Scrotra Krâm?
No, Von Sübermann: por Ud. estamos condenados a muerte. Y sólo Ud. nos puede salvar. Por
el contrario de lo que ingenuamente ha sugerido: ¡asegure a sus Jefes que ni Oskar Feil, ni
Yo, haremos ningún informe, y puede ser que así conservemos la vida!
Lo tranquilicé lo mejor que pude, reafirmándole mi lealtad: ¡jamás permitiría que a ellos les
sucediese nada por mi causa! Y partimos, separadamente, hacia Berlín.
En el aeropuerto de Berlín aguardaba un Mercedes Benz de la Cancillería con escolta de
motos. Al verlo, pensé que se encontraba a la espera de un Ministro o un General, pero mi
sorpresa fue grande al reconocer al Oberführer Papp parado al lado de la puerta.
– ¡Kurt Von Sübermann! –llamó, sonriendo cariñosamente. No pude evitar recordar la
primera vez que lo viera, en la cabaña de Rudolph Hess, en el Obersalzberg de
Berchtesgaden. Él también lo recordó, porque dijo, apenas me acerqué:
–Seis años, Kurt. ¿Mucho o poco? Seis años y regresas de tu primera misión. Hemos
temido por ti ¿sabes? Fue un alivio para todos los que estaban al tanto de la operación el
recibir noticias tuyas. ¡Pero desde Shanghái! Ja. Nadie podía creerlo. Ya me contarás cómo
hicieron para atravesar China.
El coche cruzó el Spree por el Puente del Castillo y comenzó a girar alrededor del
Lustgarten. Miré a Edwin sorprendido, pero no tuve tiempo de decir nada:
–Pensé que te gustaría dar una vuelta previa por la ciudad, antes de llegar a la Cancillería;
¡te reanimará, después de tantos meses en el Asia!
Edwin Papp había interpretado correctamente mis sentimientos. Era indescriptible la
felicidad que sentía entonces por hallarme nuevamente en la patria, de la que más de una vez
en las últimas semanas me despedí, suponiendo que no regresaría nunca. El Mercedes tomó
hacia el Oeste y dobló frente a la Puerta de Brandemburgo, que estaba cubierta de banderas
con svástika y guirnaldas de las recientes fiestas. Ahora iba rumbo al Este, por la Unter der
Linden o Avenida de los Tilos: vi pasar la Plaza de París y la Estatua de Federico el Grande.
Al fin de la avenida, dimos la vuelta a la Plaza de la Opera, ámbito del Palacio del Emperador,
de la Biblioteca Real, de la Ópera de Berlín, de la iglesia católica de Santa Eduvigis, de la
Universidad, y de varios edificios militares. Finalmente, desde los Tilos y la Plaza de la Opera,
el coche se dirigió al barrio Friedrichstadt y empezó a rodar por la Vilhelmstrasse, que es su
límite Este. El paseo había terminado.
– ¿Te imaginas quien me envió a buscarte al aeropuerto, no? Tu patekind sufrió mucho
cuando te creímos perdido y tiene enorme impaciencia por saludarte y abrazarte. No quiso que
nadie te desviara y por eso mandó su coche a recibirte y me comisionó, bajo órdenes
rigurosas, –bromeó– para que te custodiara sano y salvo a su lado.
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Minutos después arribamos al 77 de la Vilhelmstrasse. En la Reichskanzlei , en efecto,
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nos esperaba el Stellvertreter del Führer.
Una hora más tarde, luego de despedirme del Oberführer Edwin Papp, dejaba la
Cancillería en compañía de Rudolph Hess. Se había emocionado sobremanera al verme, y
entonces comprendí cuánto me quería aquel antiguo Camarada de Papá. Durante los seis
años que se ocupó de mi destino en Alemania no sólo fue como un padre, sino que me
profesó idéntico afecto. Ahora íbamos rumbo a la Gregorstrasse 239, a visitar a Konrad
Tarstein.
Era la primera vez que iríamos juntos y, como Rudolph Hess podía ser fácilmente
reconocido por el público y no quería llamar la atención sobre el domicilio de Tarstein, había
insistido en que Yo manejase el Mercedes mientras él se mantenía discretamente sentado en
el asiento trasero. En verdad, no sólo con Rudolph Hess, sino con nadie más que Tarstein
60 Cancillería del Reich.
61 Lugarteniente.
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