Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 496

¨El Misterio de Belicena Villca¨ 47 kâulikas, estarán junto a nosotros, luciendo, quizás, la insignia Totenkopf –les aseguré, sin sospechar que esto último se haría realidad antes de lo que Yo pensaba. En vista de nuestra irrevocable decisión, los kâulikas accedieron a apoyar el viaje al Este. Brevemente, nos expusieron la situación. Las dos fuerzas militares más poderosas de China eran los “nacionalistas” de Chiang Kai-Shek y los comunistas de Mao Tse-Tung. Antes de 1937 los dos ejércitos luchaban encarnizadamente, pero ahora enfrentaban juntos al enemigo nipón. Como es natural, para cualquiera que comprenda la estructura política de la Sinarquía, a los comunistas de Mao los abastecía la Unión Soviética y a los “nacionalistas” de Chiang los socorría Inglaterra y Estados Unidos, vale decir, el imperialismo anglosajón. Y fraternalmente unida, como lo estaban en la Sinarquía sus socios extranjeros, la derecha y la izquierda se aliaban contra el “fascismo” japonés: en escala reducida, estaba ocurriendo en la guerra China lo que sucedería cuatro años después en la Segunda Guerra Mundial. Había una sola diferencia, que para el caso no revestía importancia pues el hombre despierto se guía por hechos y no por nombres: era el calificativo de “nacionalistas” que adoptaban para definirse a sí mismos los miembros del partido de Chiang Kai-Shek. Curiosamente, aquellos “nacionalistas” no estaban apoyados por nosotros, los nacionalsocialistas, sino por el liberalismo a ultranza de los anglosajones. Y ello se explica fácilmente porque eso es lo que eran Chiang y sus partidarios: exponentes de la más reaccionaria derecha liberal de China, vale decir, la más cipaya. En esto de ser cipayo, partidario de las potencias colonialistas en perjuicio de su propio pueblo, hay que admitir que Chiang Kai-Shek fue casi tan grande como el Mahatma Gandhi, ese agente del Servicio Secreto inglés que entregó la India a la explotación de los amos del Commonwealth impidiendo que allí se concretase una verdadera revolución nacionalista, o sea, nacionalsocialista. Por eso, llamar “nacionalista” a Chiang sería un chiste, una broma de mal gusto, si no fuese porque el papel que le hicieron representar sus jefes de la Sinarquía causó finalmente la caída de la milenaria Cultura china en la mezquina y estrecha Doctrina marxista-leninista. No; Chiang no era nacionalista sino lisa y llanamente un cipayo. Y el que dude de ello que observe lo que él hizo con Formosa, la moderna Taiwán, donde no existen las corporaciones populares y los códigos éticos que caracterizan al nacionalismo sino la rapaz acción de las compañías multinacionales y la Banca mundial, y la ilimitada explotación del pueblo chino, completamente marginado de decidir el Destino de su “Nación” puesto que éste ya ha sido determinado por la Sinarquía. Si un pueblo desea ser imperialista, la Historia le ofrece dos modelos clásicos, que no por menos comprendidos por los observadores son menos utilizados en todos los tiempos. Uno es el modelo grecorromano, heredado del antiquísimo concepto de “Imperio Universal” de los indoiranios: este modelo, y Roma nos dio uno de los últimos ejemplos, sólo exige que los restantes pueblos sean sometidos militarmente, no culturalmente; así, los pueblos de distinta idiosincrasia podían integrarse al Imperio romano conservando su Cultura, lengua y costumbres, y, si eran lo suficientemente aguerridos para resistir con orgullo la pax romana, podían obtener concesiones extraordinarias, como la ciudadanía de los galos y españoles, y el control del ejército, y del Imperio todo, lograda por los germanos; ello fue posible porque en ese modelo de Imperio el valor se asentaba paradójicamente en el valor, real, de los pueblos: era más valioso el más valiente; este principio tenía carácter indudable y nadie temía el ascenso imperial de un pueblo valiente pues era obvio que tal pueblo resultaba valioso para el Imperio. Es decir, en ese primer modelo no sería necesario practicar el adoctrinamiento cultural de los vencidos, emplear el lavado de cerebros, destruirlos moralmente, corromperlos, mantenerlos en la barbarie o regresarlos al salvajismo: eso no le convenía a nadie, iba contra la esencia jurídica del Imperio Universal Ario, vale decir, iba contra el Honor. Y aquí está el meollo de la cuestión: el soporte ético del principio anterior, y de cuantos constituyen el Imperio Universal, es el Principio de los principios, el Principio Supremo que es piedra fundamental de la estructura jurídico social del Estado nacional: el Principio del 47 Totenkopf: insignia de la calavera. 496