Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 390
¨El Misterio de Belicena Villca¨
varias cuadras de la Tienda atraído inocentemente por el bullicio del “Mercado Negro”, barrio
laberíntico de miserables puestos callejeros y refugio seguro de mendigos y delincuentes de
poca monta.
Ese día la marea humana era densa por las callejuelas estrechas en las que la distancia
entre dos puestos de ventas apenas dejaba un pasillo al tránsito peatonal. Alfarería, frutas,
alfombras, animales, de todo lo imaginable se vendía allí y ante cada mercadería se detenían
mis ojos curiosos. No tenía miedo pues no me había alejado mucho y sería fácil volver o que
me hallara Mamá.
Siguiendo una callejuela fui a dar a una amplia plaza empedrada, con fuente de surtidor,
en la que desembocaban infinidad de calles y callejuelas que sólo el irregular trazado de esos
Barrios de El Cairo puede justificar. Estaban allí cientos de vendedores, vagos, pordioseros y
mujeres con el rostro cubierto por el chador, que recogían agua en cántaros de barro cocido.
Me acerqué a la fuente tratando de orientarme, sin reparar en un grupo de árabes que
rodeaban cantando a un encantador de serpientes. Este espectáculo es muy común en Egipto
por lo que no me hubiera llamado la atención, a no ser por el hecho inusual de que al verme,
los árabes fueron bajando el tono del canto hasta callar por completo. Al principio no me
percaté de esto pues el encantador continuaba tocando la flauta en tanto los ojos verdes de la
cobra, hipnotizada por la música, parecían mirarme sólo a mí. De pronto el flautista se sumó
también al grupo de silenciosos árabes y Yo, comprendiendo que algo anormal ocurría, uno
tras otro daba prudentes pasos atrás.
El hechizo se rompió cuando uno de ellos, dando un alarido espantoso, gritó en árabe –
¡El Signo! mientras me señalaba torpemente. Fue como una señal. Todos a la vez gritaban
exaltados y corrían hacia mí con la descubierta intención de capturarme.
Se produjo un terrible revuelo pues siendo Yo un niño, corría entre la muchedumbre con
mayor velocidad, en tanto que mis perseguidores se veían entorpecidos por diversos
obstáculos, los que eliminaban por el expeditivo sistema de arrojar al suelo cuanto se les
cruzara en sus caminos. Por suerte era grande el gentío y muchos testigos del episodio
pudieron informar luego a la Policía.
La persecución no duró mucho pues el fanatismo frenético que animaba a aquellos
hombres multiplicaba sus fuerzas, en tanto que las mías se consumían rápidamente.
Inicialmente tomé por una calle pletórica de mercaderes, escapando en sentido contrario
al empleado para llegar a la plaza, pero a las pocas cuadras, intentando esquivar una multitud
de vendedores y clientes, me introduje en un callejón. Este no era recto, sino que seguía
estrechándose cada vez más, hasta convertirse en un camino de un metro de ancho entre las
paredes de dos Barrios que habían avanzado desde direcciones distintas, sin respetar la calle.
A medida que corría, el callejón parecía más limpio de obstáculos y, por consiguiente, mis
perseguidores ganaron terreno, hasta que una piedra saliente del desparejo suelo me hizo
rodar derrotado. Inmediatamente fui rodeado por los excitados árabes que no tardaron un
instante en envolverme con una de sus capas y cargarme aprisionado entre poderosos brazos.
La impresión fue grande y desagradable y, por más que gritaba y lloraba, nada parecía afectar
a mis captores que corrían ahora, más rápido que antes.
Un rato después llegamos a destino. Aunque Yo no podía ver, entendía perfectamente el
árabe y comprendí entonces que los fanáticos llamaban a grandes voces a alguien a quien
denominaban Maestro Naaseno.
Al fin me liberaron del envoltorio en capuchón que me cegaba, depositándome sobre un
suave almohadón de seda, de regular tamaño. Cuando acostumbré la vista a la penumbra del
lugar, comprobé que estaba en una amplia estancia, tenuemente iluminada con lámparas de
aceite. El piso, cubierto de ricas alfombras y almohadones, contaba con la presencia de una
docena de hombres arrodillados, con la frente en el suelo, los que de tanto en tanto levantaban
la vista hacia mí y luego, juntando las manos sobre sus cabezas, elevaban sus ojos
extraviados hacia el cielo clamando ¡Ophis! ¡Ophis!
Por supuesto que todo esto me atemorizó pues, aunque no había sufrido daño, el
recuerdo de mis padres, y el hecho de estar prisionero, me producían una gran congoja.
Sentado en el almohadón, rodeado de tantos hombres, era imposible pensar en fugar y esta
certeza me arrancaba dolorosos sollozos. De pronto, una voz bondadosa brotó a mis espaldas
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