Mi primera publicacion Catálogo de Pensar coas mans | Page 270

Martínez de su importancia con galeones enteros que cruzaban el mar cargados de este metal. Tanto en el mundo antiguo como en el contemporáneo, plata y oro todavía siguen siendo metales inútiles en el ámbito industrial y domés- tico. Tal vez el oro haya tenido una cierta presencia en las prótesis de la primitiva odontología, como material que nunca se oxida ni se acidula en contacto con los fluidos orgánicos. Pero, debido a todas esas connotaciones culturales que lo han acompañado a lo largo de la historia, ha sido codi- ciado también para agasajar como adorno corporal y decorativo. Su perma- nente esplendor dorado ha recubierto empuñaduras, correajes, armaduras, cascos… en los hombres poderosos, e incluso ha creado infinitos objetos prensiles que han formado parte del arte del adorno corporal en la mujer. Es lo que conocemos como orfebrería: el trabajo artesanal del orfebre. Hubo un tiempo en que ambos metales, plata y oro, femenino y masculino, convergieron como parte de un destino universal y se mimetiza- ron. La plata pudo recibir un dorado por medio de un baño en oro disuelto en una amalgama en otro metal (mercurio). El metal recogía por aquel medio la adherencia de su brillo amarillo y podía suplantar al mismo oro. Fue un descubrimiento decisivo, porque la propia liturgia cristiana imponía el oro en aquellos ajuares que debían estar en contacto con las sagradas formas. Más adelante, el oro se hizo blanco como la misma plata a partir de unas cualificadas aleaciones que lo dotaron de tal aspecto. El oficio del orfebre ha sido floreciente en los diversos periodos históricos y su cualificación altamente considerada por los sectores socia- les más influyentes. En un principio fueron, sobre todo, artistas anónimos, considerados demiurgos en cada tribu. Hasta bien entrado el Renacimiento no encontramos firmas individualizadas de tal o cual orfebre, pero fueron creándose escuelas geográficamente definidas, perfiladas desde diferen- tes formas culturales, y aquel mestizaje resultó altamente enriquecedor. Aquellos pequeños objetos eran fácilmente transportables por mercaderes de uno y otro lugar y llegaron hasta insólitos confines. Los objetos de adorno derivados de la orfebrería han estado vinculados desde temprana edad a otros pequeños y particulares materiales que la naturaleza proveía: eran las yemas o piedras consideradas preciosas. Aquellos cristales, restos fosilizados, huesos —que, al igual que el oro y la plata, se singularizaban por su brillo y esplendor—, derivaron enseguida en inseparables compañeros de viaje. Rubíes, esmeraldas, zafiros y piedras de variados colores sincretizaron con la maleabilidad y ductilidad de los mate- riales nobles y pronto fueron complemento de sus antojos decorativos. Un mundo de fantasía y color comenzó a recorrer todas las culturas. En la Baja Edad Media el oficio del orfebre recuperó el impulso perdido tras la caída del Imperio romano. Con el florecimiento de las villas y pequeños burgos se desarrollaron estos pequeños talleres al lado de las catedrales para atender sus demandas; allí donde la gente acudía a certifi- car en algún objeto su momento de felicidad. El cuadro de Petrus Christus