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Martínez
DEL ORO Y DE LA PLATA
Cuando en los lejanos tiempos de la prehistoria el ser humano entró en
la Edad de los Metales, el oro ya aparecía como un metal de particular
condición, identificado con el poder y con valores probablemente sobrena-
turales derivados del culto animista. Donde era encontrado un yacimiento
de oro, este se identificaba con la posible acción milagrosa de un dios que,
en forma de relámpago, llegaba a la tierra y dejaba solidificados en aquel
dorado material los residuos de su sobrenatural fuerza. Ese es el nacimiento
de la leyenda del oro, metal que después pasó a formar parte de los atribu-
tos de liderazgo de sus poseedores con los que adornaban diferentes miem-
bros de su cuerpo. Nacieron así, y por la misma consecuencia, los distintos
géneros de orfebrería con relación a la parte del cuerpo donde se lucían
tales adornos. Esto ocurrió por primera vez en la historia conocida en Varna
(Bulgaria), en pleno período calcolítico, sobre el 4600 a. d. c.1
Por la misma época, la plata conseguía liberarse del plomo con
el que aparecía mezclada en los yacimientos de galena argentífera. Su
brillo blanco y limpio y su relativa firmeza en comparación con el plomo y el
estaño confirmaban unas propiedades que se adaptaban a herramientas de
servicio doméstico. Además, con el tiempo pasó a utilizarse como sustituto
de las medidas de transacción agrícolas y cuño de las primeras monedas.
El oro pareció identificarse con aquellos milagrosos y devastado-
res relámpagos, con su poder de generar fuego, pero también con el sol, con
la luz, con el calor, con las espigas maduras de la primera agricultura, con
la vida e, incluso más sintéticamente, con el género masculino. La plata se
identificó con la luna y la magia de sus ciclos crecientes y menguantes, con
el resplandor blanco en la noche, y giró hacia los valores de lo femenino.
Lo que queremos aclarar con esta breve introducción es que plata
y oro son los materiales casi exclusivos de esta época de los albores de la
historia que incorporan valores culturales por encima de sus cualidades
físicas. Son dos metales inútiles para el trabajo o la guerra, pero represen-
tan algo muy superior, que no consiguen ni el hierro ni el bronce con toda
su servidumbre. Estas identidades culturales han permanecido en muchas
religiones como elementos simbólicos. Los altares de la barroca contrarre-
forma o los templos budistas se llenaron de oro para ofrecer una imagen
de grandeza, al igual que la necrópolis de Varna antes aludida. La luna
plateada representó a María y al espíritu santificante femenino, como luz
reflejada de aquel esplendor áureo. El espíritu del mundo antiguo seguirá
vivo hasta las creencias de nuestros días.
El ansia por estos metales ha sido una constante a lo largo de la
historia y ha acarreado explotaciones y tragedias a pueblos enteros y gran-
jeado beneficios a sus conquistadores. El oro de los romanos en el noroeste
de la Península Ibérica; el oro americano que incitó a la búsqueda incansa-
ble de yacimientos por los conquistadores españoles; el oro de California…
son capítulos de la historia de Eldorado aún sin cerrar. La plata conjugó las
mismas ambiciones: en América, México, Potosí, Perú… se dejó constancia