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Dima contó algo que debíamos haber hablado con unos ucranianos entre vagón y vagón, al lado de la caldera de carbón mineral, conge- lados para poder fumar de vez en cuando. Por 100 Rublos la policía nos dejó fumar durante los dos días. No fue fácil, la policía rusa no entiende mucho de metáforas, pero pagamos 100 cada uno para ser felices aspirando tabaco barato entre remolinos de viento helado. Yo no entendí nada más que gestos hoscos. No entendí más que las cuencas oscuras de cansancio o de miedo. No más que la inmensa profundidad de los ojos de los ukranianos que se escapaban de la guerra yéndose al fin del mundo. No entendí las anécdotas, la topo- grafía, los accidentes. Entendí lo que se entiende. También entendí en el fondo de las larguísimas pitadas que Roman le daba al Lucky, qué pensaba Roman de lo que Dmitry contaba. Cuando llegamos a Salejard, los ucranianos me dieron la mano, son- rientes, como se sonríe el viudo saludando a los que lo consuelan y pronuncian frases inentendibles, pero el apretón de manos era cierto. Las manos ásperas, duras, durísimas. El dolor áspero, duro, durísimo. Yo no entendí una palabra. Tal vez Roman entendió alguna cuando Dima le contaba. En Moscú, Dima me contó los detalles, me contó los accidentes. Yo no le pregunté. A él le pareció que tenía que saberlo.