martin patricio barrios | blanco. Yamal, el fin del mundo blanco. yamal, el fin del mundo (cc license) | Page 104
Unas huellas de zorro. Cortitas, juntas. Los zorros dan pasitos cortos y rápidos como
si con eso pesaran menos sobre la nieve. Me acordé de algún cementerio de mi in-
fancia, algún edificio municipal de varios pisos con nichos cubierto de flores secas o
de flores de plástico, según el grado de esmero de los deudos, cubiertos de placas
con fotos estampadas sobre porcelana siempre fuera de registro, siempre descen-
tradas del marco, cubiertas de frases amorosas, sinceras o no, pero amorosas. Los
pisos eran de rejas, tal vez para dar luz a los pisos de abajo. En la planta baja me
pareció divertido mirar para arriba, ver las suelas de los zapatos, las enaguas, los
visos, las bombachas de italianas atestadas de gladiolos y claveles, desde la planta
baja era divertido ver el mundo desde otra perspectiva. Y no me pareció pecaminoso
mirar el culo de las deudas en el camposanto, al fin y al cabo los culos se ofrecían
generosos con la complicidad de sus dueñas. En el segundo nivel las rejas del piso
se movían más de lo que el cálculo del herrero habría previsto, si es que el herrero
calculó los riesgos del peso de millares de mujeres bajas y culonas acarreando ton-
eladas de gladiolos y de claveles, entonces intentaba hacerme liviano. De alguna
manera. Pisar cortito y rápido me pareció una buena forma de vencer la gravedad.
En algún momento se escuchó el aleteo más allá del crujido de nuestras pisadas
sobre la nieve y todos corrieron enloquecidos hasta los trineos. Corrían levantando
nieve y cayéndose y parándose como muñecos mal programados. Cuando volvieron
con los fusiles remontados, el pájaro estaba parado en un árbol a unos 300 metros,
ignorándonos por completo. Artyom apuntó poniendo una cara que de verdad daba
risa. Intenté no reírme. Cerraba el ojo y abría el ojo, ponía foco acá y allá hasta que
lo bajó puteando. Volvieron discutiendo entusiasmados sobre algo que seguro era
la distancia del pájaro.
Yo me quedé mirando al pájaro, feliz, no de que el pájaro siguiera vivo, sino de
haberme librado de comer su carne gris y seca como si fueran trufas rellenas.
«Muy lejos», me dijo Dima.