Retrocedamos algunos días.
Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un
grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para
apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso
abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los
ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más
honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en
su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que
él creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de
su mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre
sus ojos.
Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el
segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se
atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración
de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante.
Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó
prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:
-Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los
soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay
también mucho dolor.
Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad
preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.
-Mi interior -dijo Pablo, explicando su impresión primera- está inundado de hermosura, de una
hermosura que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en mí llenándome de
terror? La idea del tamaño, que yo no concebía sino de una manera imperfecta, se me
presentó clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas más altas a los abismos más
profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas
esas sensaciones sublimes. Aquella extensión de hermosura que contemplé me ha dejado
anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia mí como para recibirme.
Yo veía el Universo entero corriendo hacia mí y estaba sobrecogido y temeroso... El cielo era
un gran vacío atento, no lo expreso bien... era el aspecto de una cosa extraordinariamente
dotada de expresión. Todo aquel conjunto de cielo y montañas me observaba y hacia mí
corría... pero todo era frío y severo en su gran majestad. Enséñenme una cosa delicada y
cariñosa... la Nela, ¿en dónde está la Nela?
Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos
hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.
-¡Oh! Dios mío... ¿esto que veo es la Nela? -exclamó Pablo con entusiasta admiración.
-Es tu prima Florentina.
114