La Nela estuvo vagando sola todo el día, y por la noche rondó la casa de Aldeacorba,
acercándose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sentía
rumor de pasos alejábase prontamente como un ladrón. Bajó a la hondonada de la Terrible,
cuyo pavoroso aspecto de cráter le agradaba en aquella ocasión, y después de discurrir por el
fondo contemplando los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban como personajes
congregados en un circo, trepó a uno de ellos para descubrir las luces de Aldeacorba. Allí
estaban, brillando en el borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra. Después de
mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, salió de la Terrible y subió hacia la
Trascava. Antes de llegar a ella sintió pasos, detúvose, y al poco rato vio que por el sendero
adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. Traía un pequeño lío pendiente de un
palo puesto al hombro, y su marcha como su ademán demostraban firme resolución de no
parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra.
-Celipe... ¿a dónde vas? -le preguntó la Nela, deteniéndole.
-Nela... ¿tú por estos barrios?... Creíamos que estabas en casa de la señorita Florentina,
comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucaril