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Madrid en un frasco de éter
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Pago el precio exacto y me voy, tengo cosas que hacer. Paso por
la tintorería de la calle de la Palma y le doy un tique arrugado
con el número a la dependienta. Cada vez que vengo hay una
persona distinta, me pregunto qué tipo de proceso siguen para
organizar el trabajo, no parece el adecuado. Recibo una bolsa
hermética con cuatro camisetas negras, cuatro sudaderas negras
y cuatro pantalones negros. Última parada antes de volver a
casa, ya sé la cantidad de calorías, ahora solo tengo que com-
prarlas. Elijo siempre el supermercado más pequeño que hay
cerca de casa, hay menos gente y tardo menos. Cuatro kilos de
carne, tres kilos de pescado, huevos, arroz, avena y fruta. La
glorieta sigue atascada en una infinita acumulación de coches
que no van hacia ningún lado. Hace más frío, llueve más y no
parece que nada cambie.
Durante varios minutos, doy vueltas en un cuenco a la brocha
de pelo natural sobre una pastilla de jabón. Paso la brocha por
la cara y la sigo aplicando sobre el rostro hasta que toda la zona
de la barba está bien cubierta de abundante espuma. Empuño
la afilada navaja sin miedo, sé lo que puede llegar a cortar, sé
el daño que puede llegar a hacer. El afeitado es plácido, sin
irritación y diario. Paso la navaja con precisión por la mejilla
derecha, mejilla izquierda y cuello, todas las pasadas a favor
del crecimiento del pelo. Después daré una segunda pasada a
contrapelo. Quince minutos treinta y dos segundos, las ocho y
media de la tarde, hora de trabajar.
Recorro los pasillos de hormigón disfrutando del entorno, el
edificio es frío, los pilares apuñalan los muros, moldeándolo a
su antojo. Bajo por las escaleras y las rampas de acceso a la calle,
desde fuera el edificio parece más frío todavía, las plantas trepa-
doras que había antaño ya no existen y eso le da cierto aspecto
de abandono. La glorieta sigue atascada, diría que ni siquiera se
han movido los coches. Rostros desencajados, miradas que no