Los omniscientes N°11, Mayo 2015 | Page 35

EL POBRE

La vida es un cúmulo de sucesos donde siempre somos interventores y lo que hacemos, o donde nos vemos involucrados, hace variar la línea que veníamos siguiendo.

Aquél indigente se sentaba todas las mañanas en la esquina de una cafetería con el único acompañamiento de una mochila desgastada por su uso. Como todos los que pasaban ante él también tenía su propia historia. Un camino con demasiados tallos sin rosas que le hacían sangrar.

Entronado en un pequeño cojín pasaba las horas observando a quienes temprano en la mañana caminaban torpes hacia sus trabajos, y después los veía regresar aletargados, con el rostro como espejos de lo que la jornada les había regalado. En ocasiones hacía tintinear las escasas monedas para llamar algo la atención. Sabía que la cosa no estaba para regalar dinero a extraños.

El pedigüeño se sentía sobrante en un mundo donde unos le temían, otros le enjuiciaban y todos transcurrían delante suya sin preguntarse quién era. Su realidad no era distinta a la de otros, cada día se levantaba para sobrevivir. Cada nuevo sol era una tortura que le atormentaba y cada noche que dejaba al cerrar los ojos, un alivio.

Era un soñador engañado, pues de tanto abusar de esas fantasías sufría la crueldad de abrir los ojos cada día. A veces hasta sin quererlo.

En aquella esquina contemplaba cómo las horas, los días, le consumían y se llevaban el poco orgullo que le iba quedando. Los días donde el frío era obligado compañero, o aquellos donde el calor era sudario que cubría de salada humedad su cuerpo, esos donde la lluvia le obligaba a unas vacaciones forzadas, eran su condena.

En ocasiones perdía la noción del tiempo sentado inmóvil ante la pared, cegándose y ensordeciéndose de lo que le rodeaba, entregándose a los recuerdos de otros tiempos.