Literatura BDSM Cincuenta sombras de Grey ( E.L. James ) | Page 53

que nunca ha existido… mis esperanzas frustradas, mis sueños frustrados y mis expectativas destrozadas. Nunca me habían rechazado. Bueno, siempre era una de las últimas a las que elegían para jugar al baloncesto o al voleibol, pero eso lo entendía. Correr y hacer algo más a la vez, como botar o lanzar una pelota, no es lo mío. Soy una auténtica negada para cualquier deporte. Pero en el plano sentimental, nunca me he expuesto. Toda mi vida he sido muy insegura. Soy demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado desaliñada, torpe y tantos otros defectos más, así que siempre he sido yo la que ha rechazado a cualquier posible admirador. En mi clase de química hubo un tipo al que le gustaba, pero nadie había despertado mi interés… Nadie excepto el maldito Christian Grey. Quizá debería ser más agradable con gente como Paul Clayton y José Rodríguez, aunque estoy segura de que ninguno de ellos ha acabado llorando solo en la oscuridad. Quizá solo necesite pegarme una buena llantera. ¡Basta! ¡Basta ya!, me grita metafóricamente mi subconsciente con los brazos cruzados, apoyada en una pierna y dando golpecitos en el suelo con la otra. Métete en el coche, vete a casa y ponte a estudiar. Olvídalo… ¡Ahora mismo! Y deja ya de autocompadecerte, de castigarte y toda esta mierda. Respiro hondo varias veces y me levanto. Ánimo, Steele. Me dirijo al coche de Kate secándome las lágrimas. No volveré a pensar en él. Anotaré este incidente en la lista de las experiencias de la vida y me centraré en los exámenes. Cuando llego, Kate está sentada a la mesa del comedor con el portátil. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve. —Ana, ¿qué pasa? Oh, no… La santa inquisidora Katherine Kavanagh. Muevo la cabeza como hace ella cuando quiere dar a entender que no está para historias, pero no sirve de nada. —Has llorado. A veces tiene un don especial para decir lo que es obvio. —¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —gruñe con una cara que da miedo. —Nada, Kate. En realidad, ese es el problema. Al pensarlo, sonrío con ironía. —¿Y por qué has llorado? Tú nunca lloras —me dice en tono más suave. Se levanta. Sus ojos verdes me miran preocupados. Me abraza. Tengo que decir