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Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del
estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descendían hasta tocar su frente,
por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol.
-¿Qué haces, Nela? -dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la
voz, ni la respiración de su compañera-. ¿Qué haces? ¿Dónde estás?
-Aquí -replicó la Nela, tocándole el hombro-. Estaba mirando el mar.
-¡Ah! ¿Está muy lejos?
-Allá se ve por los cerros de Ficóbriga.
Marianela
-Grande, grandísimo, tan grande, que se estará mirando todo un día sin acabarlo de ver, ¿no
es eso?
-No se ve sino un pedazo como el que coges dentro de la boca cuando le pegas una mordida
a un pan.
-Ya, ya comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la
sencillez que hay en él... Oye, Nela, lo que voy a decirte... ¿Pero qué haces?
La Nela, agarrando con ambas manos la rama del nogal, se suspendía y balanceaba
graciosamente.
-Aquí estoy, señorito mío. Estaba pensando que por qué no nos daría Dios a nosotras las
personas alas para volar como los pájaros. ¡Qué cosa más bonita que hacer zas, y remontarnos y
ponernos de un vuelo en aquel pico que está allá entre Ficóbriga y el mar!...
-Si Dios no nos ha dado alas; en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela más que
todos los pájaros, porque llega hasta el mismo Dios... Dime tú, ¿para qué querría yo alas de
pájaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento?
-Pues a mí me gustaría tener las dos cosas. Y si tuviera alas, te cogería en mi piquito para
llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto de las nubes.
El ciego alargó su mano hasta tocar la cabeza de la Nela.
-Siéntate junto a mí. ¿No estás cansada?
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-Un poquitín -replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el
hombro de su amo.
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