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Don Francisco Penáguilas, padre del joven, era un hombre más que bueno, era inmejorable,
superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y magnánimo, no falto de instrucción.
Nadie le aborreció jamás; era el más respetado de todos los labradores ricos del país, y más de
una cuestión se arregló por la mediación, siempre inteligente, del señor de Aldeacorba de Suso.
La casa en que le hemos visto fue su cuna. Había estado de joven en América, y al regresar a
España sin fortuna, había entrado a servir en la Guardia civil. Retirado a su pueblo natal, donde
se dedicaba a la labranza y a la ganadería, heredó regular hacienda, y en la época de nuestra
historia acababa de heredar otra muy grande.
Marianela
Parecía tener veinte años, y su cuerpo sólido y airoso, con admirables proporciones
construido, era digno en todo de la sin igual cabeza que sustentaba. Jamás se vio incorrección
más lastimosa de la Naturaleza, que la que tan acabado tipo de la humana forma representaba,
recibiendo por una parte admirables dones y siendo privado por otra de la facultad que más
comunica al hombre con sus semejantes y con el maravilloso conjunto de todo lo creado. Era tal
la incorrección, que aquellos prodigiosos dones quedaban como inútiles, del mismo modo que si
al ser creadas todas las cosas hubiéralas dejado el Hacedor a oscuras, para que no pudieran
recrearse en sus propios encantos. Para que la imperfección ¡ira de Dios! Fuese más manifiesta,
había recibido el joven portentosa luz interior, un entendimiento de primer orden. Esto y carecer
de la facultad de percibir la idea visible, que es la forma, siendo al mismo tiempo divino como un
ángel, hermoso como un hombre y ciego como un vegetal, era fuerte cosa ciertamente. No
comprendemos ¡ay!, el secreto de estas horrendas incorrecciones. Si lo comprendiéramos, se
abrirían para nosotros las puertas que ocultan primordiales misterios del orden moral y del
orden físico; comprenderíamos el inmenso misterio de la desgracia, del mal, de la muerte, y
podríamos medir la perpetua sombra que sin cesar sigue al bien y a la vida.
Su esposa, que era andaluza, había muerto en edad muy temprana, dejándole un solo hijo,
que desde el nacer demostró hallarse privado en absoluto del más precioso de los sentidos. Esto
fue la pena más aguda que amargó los días del buen padre. ¿Qué le importaba allegar riqueza y
ver que la fortuna favorecía sus intereses y sonreía en su casa? ¿Para quién era esto? Para quien
no podía ver ni las gordas vacas, ni las praderas risueñas, ni las repletas trojes, ni la huerta
cargada de frutas. D. Francisco hubiera dado sus ojos a su hijo, quedándose él ciego el resto de
sus días, si esta especie de generosidades fuesen practicables en el mundo que conocemos; pero
como no lo son, no podía D. Francisco dar realidad al noble sentimiento de su corazón, sino
proporcionando al desgraciado joven todo cuanto pudiera hacerle agradable la oscuridad en que
vivía. Para él eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo secreto pertenece
a las madres, y algunas veces a los padres, cuando faltan aquellas. Jamás contrariaba a su hijo en
nada que fuera para su consuelo y entretenimiento en los límites de lo honesto y moral.
Divertíale con cuentos y lecturas; tratábale con solícito esmero, atendiendo a su salud, a sus
goces legítimos, a su instrucción y a su educación cristiana, porque el señor de Penáguilas, que
era un si es no es severo de principios, decía: «No quiero que mi hijo sea ciego dos veces».
Viéndole salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles cariñosamente:
-No os alejéis hoy mucho. No corráis... Adiós.
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