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Soneto XXX Tienes del archipiélago las hebras del alerce, la carne trabajada por los siglos del tiempo, venas que conocieron el mar de las maderas, sangre verde caída del cielo a la memoria. Nadie recogerá mi corazón perdido entre tantas raíces, en la amarga frescura del sol multiplicado por la furia del agua, allí vive la sombra que no viaja conmigo. Por eso tú saliste del Sur como una isla poblada y coronada por plumas y maderas y yo sentí el aroma de los bosques errantes, hallé la miel oscura que conocí en la selva, y toqué en tus caderas los pétalos sombríos que nacieron conmigo y construyeron mi alma. Soneto XXXI Con laureles del Sur y orégano de Lota te corono, pequeña monarca de mis huesos, y no puede faltarte esa corona que elabora la tierra con bálsamo y follaje. Eres, como el que te ama, de las provincias verdes: de allá trajimos barro que nos corre en la sangre, en la ciudad andamos, como tantos, perdidos, temerosos de que cierren el mercado. Bienamada, tu sombra tiene olor a ciruela, tus ojos escondieron en el Sur sus raíces, tu corazón es una paloma de alcancía, tu cuerpo es liso como las piedras en el agua, tus besos son racimos con rocío, y yo a tu lado vivo con la tierra. Soneto XXXII La casa en la mañana con la verdad revuelta de sábanas y plumas, el origen del día sin dirección, errante como una pobre barca, entre los horizontes del orden y del sueño. Las cosas quieren arrastrar vestigios, adherencias sin rumbo, herencias frías, los papeles esconden vocales arrugadas y en la botella el vino quiere seguir su ayer. Ordenadora, pasas vibrando como abeja