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Soneto XXII Cuántas veces, amor, te amé sin verte y tal vez sin recuerdo, sin reconocer tu mirada, sin mirarte, centaura, en regiones contrarias, en un mediodía quemante: eras sólo el aroma de los cereales que amo. Tal vez te vi, te supuse al pasar levantando una copa en Angol, a la luz de la luna de Junio, o eras tú la cintura de aquella guitarra que toqué en las tinieblas y sonó como el mar desmedido. Te amé sin que yo lo supiera, y busqué tu memoria. En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato. Pero yo ya sabía cómo era. De pronto mientras ibas conmigo te toqué y se detuvo mi vida: frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas. Como hoguera en los bosques el fuego es tu reino. Soneto XXIII Fue luz el fuego y pan la luna rencorosa, el jazmín duplicó su estrellado secreto, y del terrible amor las suaves manos puras dieron paz a mis ojos y sol a mis sentidos. Oh amor, cómo de pronto, de las desgarraduras hiciste el edificio de la dulce firmeza, derrotaste las uñas malignas y celosas y hoy frente al mundo somos como una sola vida. Así fue, así es y así será hasta cuando, salvaje y dulce amor, bienamada Matilde, el tiempo nos señale la flor final del día. Sin ti, sin mí, sin luz ya no seremos: entonces más allá del la tierra y la sombra el resplandor de nuestro amor seguirá vivo. Soneto XXIV Amor, amor, las nubes a la torre del cielo subieron como triunfantes lavanderas, y todo ardió en azul, todo fue estrella: el mar, la nave, el día se desterraron juntos. Ven a ver los cerezos del agua constelada y la clave redonda del rápido universo, ven a tocar el fuego del azul instantáneo, ven antes de que sus pétalos se consuman. No hay aquí sino luz, cantidades, racimos, espacio abierto por las virtudes del viento