el alba llenó todas las copas con su vino
y el sol estableció su presencia celeste,
mientras que el cruel amor me cercaba sin tregua
hasta que lacerándome con espadas y espinas
abrió en mi corazón un camino quemante.
Soneto IV
Recordarás aquella quebrada caprichosa
a donde los aromas palpitantes treparon,
de cuando en cuando un pájaro vestido
con agua y lentitud: traje de invierno.
Recordarás los dones de la tierra:
irascible fragancia, barro de oro,
hierbas del matorral, locas raíces,
sortílegas espinas como espadas.
Recordarás el ramo que trajiste,
ramo de sombra y agua con silencio,
ramo como una piedra con espuma.
Y aquella vez fue como nunca y siempre:
vamos allí donde no espera nada
y hallamos todo lo que está esperando.
Soneto V
No te toque la noche ni el aire ni la aurora,
sólo la tierra, la virtud de los racimos,
las manzanas que crecen oyendo el agua pura,
el barro y las resinas de tu país fragante.
Desde Quinchamalí donde hicieron tus ojos
hasta tus pies creados para mí en la Frontera
eres la greda oscura que conozco:
en tus caderas toco de nuevo todo el trigo.
Tal vez tú no sabías, araucana,
que cuando antes de amarte me olvidé de tus besos
mi corazón quedó recordando tu boca
y fui como un herido por las calles
hasta que comprendí que había encontrado,
amor, mi territorio de besos y volcanes.
Soneto VI
En los bosques, perdido, corté una rama oscura
y a los labios, sediento, levanté su susurro:
era tal vez la voz de la lluvia llorando,