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El Dr. Emilio Martínez Paula
SAN JOSÉ, Costa Rica-(Especial para el periódico Información/Houston, Texas) El viernes
13 de abril pasado, me encontraba buscando material para escribir esta mi columna, que
don Emilio Martínez Paula me regaló en este periódico, a mitad de la década de los 80,
cuando vi un email que me envió mi querida y respetada colega, Yolanda Calderón, y en el
cual me avisaba que el gran maestro, mi gran amigo, mi entrañable amigo, don Emilio
Martínez había fallecido. Se me heló la piel y el alma se me encogió, así, literalmente. Don
Emilio Martínez Paula era más que un jefe para mí, muchas veces lo he dicho y escrito…
era un maestro que me guiaba desde sus artículos de prensa y sus extensas conversaciones
telefónicas; era un padre para mí, porque así me trataba él… como a un hijo distante en
América Central.
Lo he llorado mucho, como lloran los hijos a sus padres buenos, porque él se dejaba
querer, todos lo queríamos, lo apreciábamos desde nuestras entrañas; era difícil no quererlo,
aún cuando él estaba en Houston y yo en este istmo que une a las Américas. Pero lo peor de
su partida es el hecho de que los hombres de su fuelle, de su talla… ya no existen, cuesta
encontrarlos, el mundo es mezquino actualmente y no nos proporciona más a esos
personajes apolíneos, mezcla de cultura, bondad, hombría de bien y valor. Ya no los hay y
creo que nunca más los habrá. Recuerdo esas pláticas extensas por teléfono. Él hablaba y
yo callaba, aprendía de sus argumentos sobrios y sabios, forjados gracias a la experiencia
que tenía por tantos años dentro del periodismo mundial. Muchas ocasiones su bondad se
le desbordaba y me escribía al dorso de una tarjeta de presentación que me enviaba, “muy
buenas tus columnas, te felicito, sigue así.” Eran mensajes motivadores que, sin embargo,
no insuflaban mi ego, pero sí me llenaban de cariño y agradecimiento. Así era don Emilio
Martínez, un hombre con un corazón de oro, siempre atento con sus palabras y
sentimientos.
Pero también era un hombre de carácter fuerte, firme y valiente. Alguna vez me
“haló el aire” al decirme, “no cargues las tintas, no escribas demasiado fuerte”; y me lo
decía en tiempos tempestuosos de mi juventud o cuando el peso de mi trabajo diario así me
hacían redactar. Y yo le hacía caso “al tiro”, sin pestañear, como se obedece a un padre y
un amigo querido y con la razón de su parte. Su valentía se dejaba ver cuando hablaba de la
justicia, de su deseo incambiable por combatir a la corrupción de los líderes de hoy día; por
defender la democracia, un sistema que él admiraba y luchaba por ella cotidianamente, y,
principalmente, por su deseo de alcanzar la libertad de su Cuba amada, su patria, el país que
le vio nacer, crecer y formarse como profesional y persona. Fue un tema pendiente que la
vida, el destino, no le permitió observar. Me atrevo a decir que es posible que él estuviera
dentro de un reducido grupo de cubanos residentes en los Estados Unidos, que amaba esa
idea –y luchaba por ella-, de alcanzar la libertad absoluta para su país, ante la indiferencia y
comodidad de los otros, a quienes no les importa lo que dejaron atrás.