Autor
Isabel Caicedo
Colombia
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Sabina no se venía nunca
Sabina no se venía nunca, tampoco le exigía nada a Carlos. Cuando él se
iba con su estúpida sonrisa en la boca y las axilas mojadas, ella se
bañaba para quitarse su aroma. Al salir del baño, dejaba caer la toalla
con sutileza, contemplaba su cuerpo frente al espejo, esparcía almíbar y
comía duraznos. Se metía el dedo en la vagina saboreándose, jadeaba para
ella,
se
besaba
los
hombros,
los
pezones.
Si ya estaba muy excitada se tiraba a la cama bruscamente como si
alguien
la
hubiera
lanzado,
repasaba
su
abertura
lentamente,
se
acariciaba el cabello, las tetas pequeñas; moldeaba sus caderas, sus
piernas, hacía figuras en las alturas, se descubría.
Al encontrarse los ojos en el espejo, se decía palabras sucias, y se
acariciaba el clítoris en círculos. Después empezaba a sentir esa
sensación caliente desde el vientre hasta la punta de los pies, sabía lo
que
se
aproximaba
y
lo
hacía
más
y
más
rápido.
Aaaaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjjjjjj, escuchaba quien tuviera fortuna. Sabina se
retorcía
en
las
sabanas
y
poco
a
poco
se
dejaba
caer.
Cuando pasaba el temblor, abría lentamente los ojos, se abrazaba y se
quedaba tendida en la cama. Era maravilloso quererse así.
-Te amo- le decía aquel cerdito desde su teléfono.
-Te amo también- decía ella levantando una ceja.