LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 23
Las preguntas de la vida
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resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo tengo conciencia -como cualquier otro animal- sino tam-
bién autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la capacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente
y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo especialmente comprometido. No sólo siento y percibo,
sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para mí cuanto siento y
percibo.
Quizá la primera vez que en nuestra tradición occidental aparece testimonio literario de esta reflexión
la encontramos cuando, al final de la Odisea, el largo tiempo errante Ulises llega por fin a su palacio de Ítaca.
Al ver a su mujer acosada por los impúdicos pretendientes, que se están comiendo y bebiendo su hacienda,
Ulises se inflama de cólera vengativa. Pero no se abalanza imprudentemente sobre ellos sino que se contiene
diciéndose: «¡Paciencia, corazón mío!». Esta breve recomendación que el héroe se hace a sí mismo, a la vez
constatando y calmando el ardor de su ira, es quizá el comienzo de toda nuestra psicología, la primera
muestra culturalmente testimoniada de autoconciencia, según ha señalado muy bien Jacqueline de Romilly en
un precioso libro que lleva precisamente por título las citadas palabras de Ulises.
¿No será algo semejante a lo que Descartes se refiere cuando habla de un yo como res cogitans, es
decir como una cosa pensante o conjunto de asuntos pensados, que puedo englobar en la fórmula «yo soy, yo
pienso»? ¿Y a lo que se refiere, quizá con abuso, llamándolo «alma», aunque ese alma bien puede tener
muchos más agujeros y sobresaltos de los que su visión sustancialista supone?
En cualquier caso, mi «yo» no sólo está formado por ese fuero interno o mental del que venimos
hablando. Esa dimensión interior o íntima también viene acompañada por una exteriorización del yo en el
mundo de lo percibido, fuera del ámbito de lo que percibe: mi cuerpo. Del mismo modo que considero mía
mi conciencia aunque en ella haya lagunas de olvido o interrupciones inconscientes, también tengo a mi
cuerpo por mío aunque sufra transformaciones, pierda el pelo, las uñas o los dientes, incluso aunque se le
amputen órganos y miembros. Mi cuerpecillo infantil y mi cuerpo adulto, crecido o envejecido, siguen
teniendo para mí una continuidad irrefutable no siempre fácil de explicar pero de la que no dudo salvo como
experimento teórico... de esos que suele hacer la filosofía. Ahora bien, ¿qué es mi cuerpo?
Supongamos que uno de esos extraterrestres de los que ya hemos hablado antes (aunque a éste no le
sospecharemos malas intenciones, sólo curiosidad) viene a nuestro mundo y empieza a estudiarnos a usted o a
mí. Tiene delante un ser vivo, quizá incluso lo considere inteligente (¡seamos optimistas!) pero una de las
primeras preguntas que se hará es: ¿dónde empieza y dónde acaba este bicho? La pregunta no es absurda: hay
mucha gente que al ver un cangrejo ermitaño dentro de su concha no sabe si ésta forma parte o no del
cangrejo, ni tampoco es fácil determinar si el capullo de la crisálida debe ser considerado también crisálida
como el resto del animal que la ha segregado. De igual modo, el extraterrestre puede creer que yo soy
también mi casa y que acabo en la puerta de la calle, o que al menos mi sillón favorito y mi bata forman parte
de mí, o que el puro que estoy fumando es uno de mis apéndices y el humo constituye mi maloliente aliento.
A usted, que tiene coche y se pasa el día dentro de él, seguro que el marciano lo clasificaría entre los
terrícolas de cuatro ruedas. Pero si el forastero interplanetario llega a comunicarse con nosotros le
explicaremos que se equivoca, que nuestras fronteras las establece nuestro tejido celular y que -por