LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 11
Las preguntas de la vida
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mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran
discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:
Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida
nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra
muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño ? 5
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso
como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no
estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte
nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos
menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá
deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso
asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio
Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni
será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte
enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que
seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca
suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus
más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres afo-
rismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del
presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al
futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a
partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos
llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme
perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que
perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a
perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su
temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con
certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la
futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me
preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen
objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable
como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el
asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes,
pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de
La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación
de pensar se estrella con