La Oropéndola, la revista de divulgación de aves de Costa Rica Vol. 1 núm 1. Junio 2015
na y el quetzal resplandeciente eran la moneda de curso en
“Cuando Tumac Amun fue muerto por la es-
Monteverde, inmortalizados en tres de cada cuatro souvenirs, y
pada del conquistador Alvarado,
en logotipos y rótulos de hoteles y tiendas. No estaban a salvo
su animal espíritu [el quetzal]
ni los paquetitos de azúcar de las soditas del pueblo. Lejos de
se posó sobre su pecho,
desencantarme, sin embargo, la propaganda turística impulsó
mi fiebre: todo el pueblo y sus turistas amaban el bosque nubo-
tiñéndose para siempre con la sangre
so y su fauna tanto como yo.
del último general maya.”
No lo sabía entonces, pero el día que recorrimos la Reserva fue
mi primero como pajarera fanática: cabeza hacia atrás, cuello
paralelo al suelo, ojos enganchados al follaje, nervios sensibles
ante el más mínimo movimiento. Siempre me fascinó la naturaleza, pero no fue hasta ese día cuando mi búsqueda se enfocaba
en un ave singular, que advertí la inmensidad de lo que esta
ofrecía. El dosel del bosque era la bóveda estelar; yo, una
humilde e improvisada astrónoma. ¿Cómo se ve un árbol de
aguacatillo? ¿Cuándo es que anidan los quetzales? Ese sonido,
¿es un quetzal? Y si no, ¿qué es? Conocía al yigüirro, al comemaíz, al zanate y al pájaro bobo. ¿Qué nombres le han dado
al resto de las aves? ¿Son tan fascinantes como el quetzal?
Cada paso en el bosque añadía al peso de mi ignorancia y, con
ello, a mis deseos de saber más.
Llegamos al final de los senderos marcados en el croquis de la
Reserva sin haber yo escuchado un pío de mi añorado quetzal.
Casi olvido esto, sin embargo, en medio de lo deslumbrada que
me sentía tras cuatro horas de intensa observación: aquello había hecho que las aves remontaran al centro de mi atención.
Estaban en todas partes –árbol, cable, cielo, zacate– cada una
con una historia que averiguar. Había memorizado el nombre
científico del quetzal (Pharomacrus mocinno), pero quería saber
más de aquel banquete que ofrecía el bosque y que ansiaba
disfrutar como una gastrónoma experta. ¡Yo quería tragar todos aquellos pequeños y coloridos platillos gourmet y aprender
sus nombres largos y sofisticados!
Desde los confines de mi casa en Desamparados, el quetzal
sonaba a mitad verdad, mitad leyenda.
A los ocho años de edad mis deseos de ver un quetzal se volvieron tan implacables como los del más feroz investigador. Es
más, no solo quería verlo, quería comprobar por mí misma su
estatus sagrado. Aquel paseo a Monteverde iba a realizar mi
sueño. Para asegurar la pureza de mi primer quetzal, decidí
prohibirme estudiar fotografías de ellos. Pronto me percaté de
la futilidad de este esfuerzo: el sapo dorado, el pájaro campa-
Desde entonces mi vida ha sido enriquecida de innumerables
formas por mi amor por las aves. Ahora vivo en Monteverde –
la belleza del lugar probó ser imposible de olvidar para mi
familia–, he observado aquí muchísimas aves –incluido el elusivo
quetzal–, he disfrutado tratando de copiar en mis dibujos la
majestuosidad de los pájaros que he visto, y, tras tres pares de
binoculares y varias guías de aves gastadas por el uso, puedo
darme a mí misma con confianza el
título de pajarera.
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