La nostalgia del lobo
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subdesarrollo de los tiempos que no nos han permitido evolucionar. Adiós
y páselo bien.
—Adiós, señor, muchas gracias.
Arranqué el motor y me fui acercando a un arco de la muralla, situado en
un ábside por el que, en ese momento, entraba un carro de heno. Me orillé
para que la yunta de vacas, de cornamenta descomunal, arrastrando la gamella,
entrara. Seguí hasta una plazoleta con pórticos enlosados rematados
con arcos góticos. En el centro de la plaza había una fuente de piedra de
cantería con un Cristo simulando una talla de apariencia visigoda. Una
iglesia románica con un soportal y una torre circular muy curiosa con un
nido de cigüeñas en la cima coronando la plaza. Remarqué un bello frontispicio
en una casa señorial que debió de haber sido plateresco, dejaba ver
un balcón con una bandera, por lo que deduje que era el ayuntamiento. Me
dirigí a un bar, cerca de la plaza, a pedir una cerveza fría. Los chiquillos se
acercaron al coche y me miraron curiosos mientras se repetían los unos a los
otros: «es una extranjera, es una extranjera, ¡mira cómo tiene el pelo!». En
los países del sur mi pelo rojo y mis pecas siempre me delataban. Los miré
y les sonreí. Me senté a una mesa. Un camarero joven con chaleco de pana
lisa y botones charros de plata se acercó amablemente. Su indumentaria
me llamó la atención pues, aunque la había visto en Salamanca, no pensé
que se siguiera usando como muda habitual. El chico, con curiosidad, me
dijo que lo que tenía fresco era blanco de verano, que la cerveza no estaba
muy fría. No sabía muy bien qué era eso de blanco de verano, pero, para
no parecer más extranjera de lo que ya era, le dije que sí.
—¡Ah, muy bien! Un blanco de verano.
El muchacho me echó una encantadora sonrisa mostrando unos dientes
algo separados que le daban un aire gracioso y pícaro. A los pocos minutos
volvió con un vaso grande de vino blanco con gaseosa, un plato con unos
tacos de jamón deliciosos y otro platillo con algo a lo que llamó «farinato».
Le devolví la sonrisa dándole las gracias y le pregunté:
—¿Por dónde se sube a la muralla? ¿Puedo dejar el coche ahí diez minutos?
—Claro, claro, señorita. No se preocupe, aquí no pasa nada. ¿Ve las casas?
Las puertas no se cierran, somos tan pocos que nos conocemos todos.
Todos somos más o menos familia. Usted no se preocupe porque el ladrón
no tendría tiempo de salir corriendo y menos de esconderse.
En un santiamén di fin del vino, el farinato y el jamón. Todo me supo
a gloria, delicioso. De mi padre había aprendido a no tener remilgo con la