24 Crescen García Mateos
a acostumbrar por su insistente presencia. Sí, allí estaba, como en otras partes,
pero éste era enorme, imperioso, amenazante, dominante: el yugo y las
flechas del Movimiento. Me paré pensando ¿adónde diantre había llegado?
¿Era un lugar para salir corriendo o aventurarme a mirarlo? Sentí miedo,
mucho miedo. En medio de ese enladrillado de pavor y silencio, apareció un
hombre con un pantalón de pana lleno de remiendos, una camisa verdosa
arremangada y un cayado en la mano. En ese momento pasó una mujerona,
astrosa y mal encarada, montada en un mulo. El animal aireaba sin recato
alguno su verga. La estampa imponía. El hombre se la quedó mirando con
cara de pocos amigos.
—Señorita ¿se ha perdido usted? —preguntó el hombre.
—No, señor. No, no, no. Vamos, creo que no. Estaba leyendo el cartel,
voy hacia la sierra.
—Sí. Va usted bien. Pero si quiere ver nuestro pueblo, es muy bonito; pobre
pero bonito. Está la puerta de la muralla de Nuestra Señora de la Cuesta,
la plaza, el castillo y unas iglesias muy viejas de estilo mudéjar que gustan
por ser de antaño. Aquí las cosas de antes son todas. La modernidad no ha
llegado. Es como si el viento siempre arrastrara el mismo ovillo de escaramujo
para caer con precisión en el mismo punto sin posibilidad de cambio.
De inmediato remarqué la impoluta lengua que hablaba. No era como la
de Miralda. Tenía una voz modulada, pronunciaba perfectamente los ricos
tonos de la lengua con un vocabulario preciso y frases gramaticalmente armoniosas.
El más preciado rapsoda no la habría hablado mejor.
—Verá, quiero llegar antes de que caiga la noche a algún pueblo donde
pueda dormir. Su pueblo, éste, ¿se tarda mucho en ver?
—Bueno, usted sabe que, para ver las cosas, uno puede dedicar mucho
tiempo o poco, eso depende del interés y el empeño que uno ponga en ello.
Cuestión de aprecio. Mire, aquí no se sabe divinizar lo humano y elevarlo
hasta la libertad y la belleza. Señorita, no sé si usted me entiende. Quiero
decir que las almas sencillas no sabemos valorar aquello que tenemos, pero
créame que, modestia aparte, nuestro pueblo es muy hermoso.
Me quedé observando al hombre. Debía contar a la sazón unos cincuenta
años. Era alto, fuerte, un gañán recio de campo, de armoniosos rasgos e intensa
mirada. Todo en él irradiaba personalidad, prestancia y dignidad. Pensé
que no podía negarme a ver aquel pueblecito amurallado.
—Si es tan interesante, lo visitaré. Muchas gracias, es usted muy amable.
—De nada, señorita, sea usted bienvenida. Suerte y no se asuste. Estas
tierras parecen muy misteriosas, pero en ellas solo anida la simplicidad y el